La utopía de Viktor Orban, por Fernando Mires
Autor: Fernando Mires | @FernandoMiresOI
Que existan políticas, líderes e ideologías nacionalistas es un hecho comprensible e incluso normal en Europa. Siempre han existido y, con mucha razón, hoy más. Los procesos que llevan a la globalización económica y cultural suelen ser demasiado rápidos, su ritmo vertiginoso no puede ser seguido por muchos, toda una generación ha quedado descolocada frente a jóvenes que habitan en el mundo digital más que en el familiar o social, los nuevos ciudadanos son seres que hablan distintos idiomas y adoptan volátiles costumbres no armonizables con ideales conservadores mantenidos durante siglos.
Los antiguas organizaciones laborales, sobre todo las sindicales, y sus partidos socialdemócratas y socialcristianos, están a punto de convertirse en ruinas históricas y miles, quizás millones de trabajadores industriales, se sienten políticamente desprotegidos frente a los empresarios, y los empresarios, frente a un mercado mundial cuyas leyes – si es que las tiene- no logran entender.
El paso de la modernidad hacia una post-modernidad aún desconocida, genera inseguridades. El futuro ya no es visto como promesa, más bien como enigma. Si a eso agregamos que hacia las naciones prósperas de Europa avanzan numerosos contingentes migratorios, gente huyendo de guerras y hambrunas, es perfectamente entendible que el sentimiento imperante en la mayoría de ellas pueda ser expresado con una sola palabra: miedo. Y con el miedo ha hecho su puesta en escena la política del miedo y, por supuesto, los políticos del miedo. Entre esos, quien parece estar situado en la vanguardia ideológica de todos los miedos: el presidente de Hungría, Viktor Orban.
Desde hace ya tiempo Orban no solo es el representante de una simple política nacionalista. Además, intenta proyectarse como portaestandarte de una nueva (la verdad, muy antigua) Europa de las naciones. Por eso es hoy el invitado de honor en todas las conferencias anti-europeas y xenófobas que tienen lugar en Europa.
No puede extrañar así que para Vladimir Putin, cuya estrategia es la desestabilización política de la Europa moderna, Orban ha llegado a ser una carta imprescindible.
Curiosa vuelta de la historia. Orban, quien fuera en el pasado reciente un combatiente político antisoviético, pregona hoy día la anexión ideológica a la Rusia de Putin. Y, al igual que su mentor post-soviético, hurga en los cajones de la Europa pre-moderna, para sacar de ahí el ideal de una Europa Cristiana erigida frente a la amenaza del Islam.
Naturalmente, las migraciones generan problemas sociales, culturales y políticos. No es fácil de la noche a la mañana, recibir familias desamparadas, mujeres con velos y hombres con turbantes. Frente a esos problemas aparecen dos alternativas. Una, levantar el muro de una Europa Cristiana anti-islámica. La otra, hacer como que nada sucede y esconderse detrás de los valores de la Europa liberal, de esa complaciente Europa que esconde la cabeza en la arena para no ver la realidad que la circunda. Frente a esa Europa, el integrismo político-religioso de Orban, aparece como una alternativa de poder, sobre todo cuando apela a un “nosotros” en contra de ese amenazante “vosotros” representado por recién llegados, portadores de costumbres extrañas y, sobre todo, de una religión anti-occidental.
La posibilidad de una tercera política brilla en estos momentos por su ausencia. Me refiero a una que, reconociendo los problemas, asuma no solo sus consecuencias sino, además, señale sus orígenes. Pues esos sirios, iraquíes y kurdos que desfilan en masa hacia Europa no vienen en plan de turismo ni mucho menos a imponer su religión a los europeos. En su gran mayoría son refugiados de guerras provocadas, entre otros, por gobiernos como los de Rusia, Turquía, Arabia Saudita e Irán, naciones con las cuales esa misma Europa liberal y /o cristiana practica intensas relaciones económicas y políticas. En breve, en Europa falta una política cuya principal bandera sea la defensa de la democracia en contra de las autocracias confesionales en cierne, ya sea en el mundo eurasiático o en el europeo. La más radical de todas es sin duda la de Viktor Orban.
Al no existir una clara defensa de los ideales democráticos, Víctor Orban las tiene fácil para imponer las consignas nacional-religiosas de su partido Fidesz. Apelando a la defensa de la cristiandad, ha convertido hábilmente a los problemas políticos en temas religiosos. .
Así como en el pasado, nazis y comunistas intentaron convertir a las ideologías en religiones, Orban/ Putin intentan convertir a las religiones en ideologías. En ese sentido la prédica de Orban no se diferencia de la del islamismo más radical. Los ideales integristas de Orban en Hungría son los mismos que los de Erdogan en Turquía. Este último no es más que un Orban islámico.
El día 12 de febrero Orban pronunció uno de sus discursos más agresivos: una verdadera declaración de guerra al Islam hecha en nombre de la cristiandad occidental, palabras que por supuesto no fueron dirigidas en contra de las teocracias islámicas sino en contra de sus víctimas: los emigrantes que huyen del hambre y de la guerra.
Como suele suceder, los periodistas europeos más liberales intentaron minimizar la radicalidad del discurso aduciendo que se trata de simple propaganda para las elecciones que tendrán lugar el 8 de abril en Hungría. Pero el tema puede también ser leído al revés: Orban está utilizando las elecciones para convocar a una alianza internacional que, con el respaldo de Putin y Erdogan, pueda constituir un bloque geopolítico frente a la UE. Rumania, Bulgaria y Croacia, ya son parte de esa alianza. Luego vendrá la República Checa y después Polonia donde gobierna el “partido hermano” de Fidesz: el ultranacionalista PiS. Y, posiblemente, Austria, donde los nacional-populistas son parte de la coalición de gobierno.
En el hecho ya hay dos Europas políticas. La del pasado liderada por Orban y la del presente mantenida gracias al frágil eje franco-alemán.
Llama la atención el hecho de que la Europa a la que apela Orban, está formada en su mayoría por naciones que padecieron bajo dictaduras comunistas. Dos razones explican ese fenómeno. La primera es que en los regímenes comunistas las dictaduras, en nombre de la destrucción de la que ellas llamaban “burguesías nacionales”, destruyeron a los cimientos de la sociedad civil. Sobre la base de esas repúblicas sin ciudadanos fue formada una población tutelada cuyo comportamiento político estaba determinado por la autoridad del Estado o por quienes lo representaban. De tal manera, el autoritarismo comunista de ayer ha sido simplemente sustituido por el autoritarismo nacional-religioso de hoy.
La segunda razón se desprende de la primera: la verticalidad política que rige en los países post-comunistas reposa –al igual que durante la era comunista- sobre bases ideológicas muy simples. Así, mientras ayer la dictadura estaba justificada por la lucha del comunismo en contra del capitalismo, hoy las autocracias post-comunistas son justificadas por la lucha del cristianismo en contra del islamismo.
Mientras una parte de Europa ya se instaló en la post-modernidad, otra parte vive aún en la pre-modernidad. En el medio de ambas Europas reina un peligroso vacío. Viktor Orban lo sabe. Su utopía es ocupar ideológicamente ese vacío. En nombre de Dios y de Putin»
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