4F, un caso particular, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Yo no sabía que el chamo era Disip. Es cierto que observaba en ese joven alto y narizón, que no llegaba a los 30 y muy adicto a los ejercicios con pesas, un aire de sobrao (conmigo era amable), que yo se lo atribuía al hecho de que su papá y su tío eran dueños de la charcutería y licorería de la calle más transitada de San Agustín del Norte, la que va en paralelo a la avenida Lecuna. Era el negocio más concurrido y, por ello, el más visitado por los choros. Elizabeth trabajaba en El Nacional y yo en El Globo, y teníamos un acuerdo que quien llegara primero a casa debía bajar a la charcutería El Callao y comprar jugo, jamón y queso. Hablo de comienzos de los 90 y de un país recalentado por los sucesos del Caracazo.
Entonces, un día como hoy estalló todo. Y cuando digo todo lo expreso de modo categórico. El todo que cambió a Venezuela. Sí, la madrugada del 4 de febrero de 1992 que nos despertó a punta de telefonazos informándonos del golpe sin protagonista visible.
Mi amigo José, a quien la emisora donde trabajaba le ordenó lanzarse a Miraflores, se vio atrapado en el fuego cruzado entre golpistas y soldados de Casa Militar. Lo demás no hace falta contarlo.
En la tarde, Hugo Chávez salió del Museo Histórico Militar, en esa colina de Monte Piedad –ahora Cuartel de la Montaña– desde donde se rindió y asumió el fracaso de la asonada golpista. Fue apresado, nadie lo ejecutó –como hicieron Diosdado y Nicolás con Oscar Pérez– y hasta le dieron oportunidad para enviar el mensaje televisivo del “por ahora” que se viralizó y lo elevó a la categoría de héroe nacional.
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El punto es que esa mañana desayunamos tarde por estar pendientes de los extras de Venevisión y apurados para irnos a nuestros trabajos. Cuando bajé a la charcutería vi a Luis pálido, tembloroso, atendido por el hermano y los empleados tratando de bajar la santamaría. “Pero ¿qué pasó?”, le pregunté al gordito que despachaba en la licorería. “Parece que mataron al hijo del señor Luis”, me dice. Es así como me entero que el chamo que se exhibía como sobrao era Disip y estaba asignado a custodiar La Casona. En el asalto de esa madrugada mataron a dos funcionarios; él recibió siete disparos. Compré jamón y queso en la panadería de La Yerbera y comimos con la primicia que había recabado, pero eso nunca fue noticia. Ese día hubo más de 100 muertos.
El chamo no murió, pero es como si hubiese fallecido. Es como ese bateador que pasa volando por tercera y, cuando se lanza hacia home, ese manager que dirige nuestras vidas lo hubiese devuelto a la tercera base.
El joven reapareció meses más tarde, pero ya era otro. Desfigurado y de lento caminar. Una bala le atravesó la mandíbula. Otra le hirió la mano derecha. Dos fueron a dar al abdomen, dos se incrustaron en una pierna y otra en el hombro. Por un tris no se mudó de barrio. Se quedó en este mundo para contarnos su drama y saludar a la gente con el rostro echado a un lado, como Stephen Hawking, y articulando palabras con gran dificultad.
Era una maldad preguntarle “pana ¿cómo fue?”. Por eso hoy quiero recordar un ratico a este vecino de quien nunca supe el nombre ni sé cómo siguió su vida. Ahora, la de los asesinos o de quienes le dispararon puedo imaginar donde están. Unos llegaron a ministros, jueces, diputados, alcaldes, gobernadores y hasta presidentes. Donde quiera que estén siguen robando el erario público, especulando con el dólar y con cuentas bancarias en Andorra. Han hecho de Venezuela algo así como lo que le hicieron al hijo del charcutero, que desde ese 4F no fue el mismo. Nosotros tampoco.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España
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