50 años y sus lecciones, por Luis Ernesto Aparicio M.
Twitter: @aparicioluis
Cuesta, y mucho, hablar sobre un tema que a lo largo de 50 años ha mantenido dividido a una nación y todo porque las posiciones ideológicas y políticas, continúan cerrando el camino del reconocimiento a la importancia de un acontecimiento que para bien o para mal, desató la ruptura de un hilo democrático en uno de nuestros países.
Ya cerca del 11 de septiembre, la historia política del continente sigue en pleno apogeo por lo que representó Salvador Allende y el golpe militar en su contra. La discusión se mantiene abierta y si no lo está pues, la abrimos por el simple ejercicio de ser individuos inmersos, se quiera o no, en la política.
Porque lo somos. Somos ciudadanos de la política, aunque reneguemos de ella y expulsemos cualquier cantidad de adjetivos que descalifican a quienes la han abrazado como su profesión.
Vayamos al punto, el derrocamiento de Salvador Allende y la instauración de una dura dictadura encabezada por Augusto Pinochet en Chile, evidentemente tuvo un profundo impacto en la historia política y social del país, y me atrevería a decir que en toda América.
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Fue un golpe de Estado casi que podría decir telegrafiado. En aquel entonces era evidente que la división y el caos por el que estaba transitando Chile, hacía pensar con mucha claridad que estaba por venir algo más allá del modelo democrático que había permitido la llegada de Allende al poder. Para muchos –incluyendo a propios y extraños– el quiebre de la democracia estaba a la vuelta de la esquina, pero no había claridad bajo cuál figura.
Los historiadores y sociólogos chilenos coinciden en la poca nitidez del panorama político del momento que hacía temer incluso una guerra civil, más allá de un alzamiento militar compacto, de esos por los que comenzaba a transitar gran parte de América Latina durante la década de los setenta. Los militares también mostraban señales de división entre sí y por ello se temía una guerra entre componentes militares que podría involucrar a civiles.
Sin embargo, los acontecimientos se precipitaron hacia la acción militar conjunta, que fue manejada con una crueldad y violencia inusitada, más allá del bombardeo del Palacio de Gobierno –La Moneda– sin importar la presencia de civiles en su interior, incluyendo a Salvador Allende. Civiles que decidieron acompañarle puesto que él había pedido a sus colaboradores que abandonaran la sede, mucho antes del bombardeo.
Nadie estuvo a salvo durante ese día y los posteriores, incluso seres inocentes como el infante fallecido a raíz del constante bombardeo, no solo en La Moneda, sino en otros sectores. Dirigentes de partidos, de sindicatos, de organizaciones campesinas, estudiantiles y de agrupaciones vecinales sospechosos de ser simpatizantes de Allende fueron perseguidos y muchos detenidos con las consecuentes torturas y asesinatos.
La violencia generada durante el golpe de 1973 permitió desnudar además la polarización y el miedo reciproco entre unos y otros, lo que benefició la instauración de la dictadura de Augusto Pinochet hasta 1990, a pesar de que la Junta Militar que asumió declaraba que su propósito no estaba más allá de «restablecer la institucionalidad quebrantada».
La dictadura de Pinochet dejó una profunda cicatriz en la sociedad chilena. Las violaciones de los derechos humanos y el miedo generalizado causaron un trauma que afectó a algunas generaciones. La represión política y la censura tuvieron un efecto paralizante en la participación política y social, lo que le permitió permanecer por casi dos décadas en el poder.
Es natural que este evento haya marcado con divisiones. Los chilenos que vivieron el golpe de Estado de primera mano, o que fueron afectados por sus consecuencias, tienen una visión muy diferente de lo que sucedió que los que nacieron después del golpe.
En resumen, los 50 años posteriores al derrocamiento de Salvador Allende han sido marcados por el trauma de la dictadura de Pinochet, la transición a la democracia y los esfuerzos para enfrentar el pasado y construir un futuro basado en la justicia, la verdad y la memoria. El análisis de este período es complejo y sigue siendo una parte esencial de la historia política y social de Chile.
El 11 de septiembre chileno debe ser, además, parte de una lección aprendida para todo aquel que crea en la democracia y sus componentes de pesos y contrapesos, que le ayude a rechazar y luchar en contra de las dictaduras de nuevo cuño que se disfrazan detrás de narrativas inundadas de mentiras y manipulaciones históricas.
No tengo la certeza de que el continente, como aquella canción, grite Allende, Allende. De lo que si tengo la seguridad es que la última dictadura chilena nos permite mirar más allá de las promesas vengadoras de liquidar al otro, pues lo más urgente es encontrar un lugar común de tolerancia y libertad en toda nuestra región.
Luis Ernesto Aparicio M. es periodista, exjefe de Prensa de la MUD
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