80 años del mesianismo político que Venezuela debe enterrar, por Rafael A. Sanabria M.
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El 18 de octubre de 1945 no fue simplemente un cambio de gobierno, fue la instauración de un método que marcaría a fuego la política venezolana: la imposición como atajo para lograr fines que, por legítimos que parecieran, no esperaron a la maduración de las instituciones. Aquel golpe cívico-militar que derrocó a Isaías Medina Angarita, vestido con el ropaje de una revolución democratizadora, grabó en el inconsciente colectivo la peligrosa noción de que un grupo, armado de una superioridad moral autoconferida, puede saltarse las reglas para definir el destino de todos.
Este acto, si bien abrió compuertas a avances sociales, lo hizo sobre los frágiles cimientos de la fuerza, sembrando una cultura de polarización donde el disidente se convirtió en un enemigo al que había que rendir, no en un interlocutor con el que había que convencer.
La sombra de aquel octubre se alargó por ocho décadas, manifestándose en el fraude de 1952, en el derrocamiento de Gallegos, en los alzamientos de 1992 y, finalmente, en la lenta y sistemática deconstrucción de la legitimidad electoral que caracteriza al siglo XXI.
Ochenta años después, la fecha nos interpela no como una simple conmemoración, sino como una profecía urgente por cumplir. El ciclo de fractura iniciado en 1945 exige un cierre. La luz que puede disipar esta larga sombra es la del reencuentro nacional, un esfuerzo colectivo por construir la Casa Común que nunca debimos abandonar. La lección de estas ocho décadas es clara: la única revolución permanente es la de la institucionalidad.
El camino, aunque arduo, está delineado por nuestra propia historia, es el espíritu del Pacto de Punto Fijo, pero amplificado para el siglo XXI. No puede ser un acuerdo de cúpulas, sino un Gran Pacto Nacional que incorpore a la sociedad civil organizada, a los trabajadores, a la diáspora y a un sector militar reconectado con su esencia constitucional. La meta trasciende un mero plan de gobierno: es una refundación que garantice que las urnas, la justicia y los contrapesos de poder sean inmunes a los caprichos de cualquier proyecto hegemónico.
Sin embargo, ningún pacto institucional será duradero si no ataja la raíz del mal: el insoportable culto a la personalidad. La obsesión nacional con la figura del caudillo redentor o el mesías político es el síntoma más claro de una democracia inmadura y una ciudadanía vulnerable. Es el hilo conductor que une los golpes del siglo XX con los autoritarismos del XXI. Por ello, la tarea más profunda y urgente es la creación de una conciencia política, moral y cívica que haga desaparecer definitivamente del país esta dependencia patológica de un salvador.
La solución, por tanto, no puede ser simplemente sustituir a un caudillo por otro. La verdadera liberación nacional no será la expulsión de un tirano, sino la emancipación mental de un pueblo que deje de creer en ellos. Esto exige una revolución silenciosa en la conciencia de la gente: una educación cívica que forme ciudadanos críticos, no súbditos obedientes; una narrativa que celebre el valor de lo colectivo sobre la epopeya individual, y una desmitificación del poder que recuerde que los gobernantes son empleados públicos temporales, no seres superiores.
Y en el centro de esta nueva conciencia debe latir la sabiduría austera de la jerga popular, que contiene la lección definitiva: «El que se mete a redentor muere crucificado». Esta expresión no es una simple advertencia, sino un diagnóstico completo. Es la comprensión de que quien se autoproclama salvador, asumiendo una carga mesiánica, firma su propia sentencia.
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Crea expectativas imposibles, atrae la enemistad universal y asume una soledad poderosa que inevitablemente conduce al fracaso político o al ostracismo histórico. Es la profecía autocumplida del caudillismo.
El día en que esta verdad sea internalizada por la mayoría, no como un dicho cínico, sino como un principio de vida republicana, ese día el culto a la personalidad comenzará a extinguirse. La verdadera grandeza de una nación no se mide por su capacidad de seguir a un mesías, sino por la madurez de su pueblo para entender que la única redención posible es la que se construye entre todos, desde abajo, en el espacio de lo colectivo, lejos de la cruz solitaria de cualquier pretendido redentor. Que estos ochenta años entre dos octubres nos sirvan, por fin, para aprender que nuestra única esperanza radica en esa madurez individual y colectiva.
Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).
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