A 200 años de una tregua, por Beltrán Vallejo
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La guerra de Independencia venezolana, desde el año de 1812 y durante un largo tiempo, tuvo tintes de carnicería y en ella hubo un sinfín de masacres; fue un conflicto despiadado. Muy pocos libros de historia reconocen que ambos bandos cometieron genocidio. Hasta hubo decretos formales para no dejar prisioneros vivos y fusilar a mansalva.
Sin embargo, esta forma de lucha fue interrumpida a través de una negociación, un acuerdo y un encuentro entre jefes enemigos. Al respecto, el pasado 27 de noviembre se cumplieron 200 años del diálogo entre esos dos líderes para imponer la humanidad y el perdón en ese conflicto.
Para el año de 1820, el casi empate militar entre el ejército realista y el ejército patriota aportó fundamentos para que al menos ambos bandos mejoraran las condiciones de la guerra; pero fue más bien el factor internacional lo determinantemente en eso, porque una revolución liberal en España impidió que los refuerzos solicitados por Pablo Morillo vinieran a refrescar a los monárquicos en Venezuela, ya que precisamente esa tropa protagonizó la revuelta y no salió del puerto español y, más bien, entronizó a un gobierno liberal que obligó al reaccionario rey Fernando VII a enarbolar el trabajo diplomático con sus colonias rebeldes, así le diera beligerancia política y reconocimiento a los jefes revolucionarios como un Simón Bolívar que también accedió a darle oportunidad a “la política”.
Por fin se definen comisiones de ambos ejércitos para llegar a un acuerdo de tregua y armisticio. Cabe destacar que en la comisión de los venezolanos un ya talentoso Antonio José de Sucre presentó una propuesta de acuerdo de regulación de la guerra, concibiendo así un tratado de humanización del conflicto militar que es pionero en esta materia en el contexto histórico de las guerras modernas.
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La negociación fue al principio accidentada, pero avanzó y se firmó una tregua de tres meses, se demarcó la ubicación de los ejércitos y fue aprobado de manera unánime el tratado de regulación donde se le ponía punto final a las masacres de civiles, se respetaba la vida de los prisioneros y de los heridos, se respetaba la población civil y otros contenidos de un documento que pinta a su autor, al cumanés Sucre, como lo que es: un ángel.
Y también se llegó a un acuerdo determinante: el encuentro entre el jefe de una revolución continental, nuestro Libertador Simón Bolívar y el jefe de un ejército imperial y colonialista, el conde de Cartagena y marqués de La Puerta, Pablo Morillo.
Se concibió el encuentro de dos líderes talentosos, pero también oficiosos en eso de la “mano dura”: recordemos que nuestro Simón fue el autor de aquel Decreto de Guerra a Muerte en el año de 1813 y el Pablo sembró de horcas Cartagena y Santa Fe de Bogotá.
Esos hombres que tanto se odiaban se encontraron en Santa Ana, localidad trujillana, el 27 de noviembre de 1820 y ahí ratificaron los acuerdos, y también brindaron y comieron como si ellos no estuviesen liderando ejércitos que durante nueve años se hicieron tanto daño. Al final, se le dio oportunidad a la política y, por cierto, los resultados de esa jornada están certificados por la historia: Pablo Morillo regresó triste a su España y Simón Bolívar libertó cinco naciones. Adivinen quién salió favorecido de ese paréntesis político.
Recordar este evento de hace 200 años sirve de mucho. Lo que pasa es que se necesita cierto talento para aprender de la historia. ¡Esto es con ustedes, líderes de la tiranía y de lo que se denomina oposición!
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