A la espera de los fondos de “pérdidas y daños” del cambio climático, por Ximena Roncal
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En la conferencia de las Naciones Unidas sobre el cambio climático (COP27), de Sharm el Sheij, que se celebró en noviembre, se aprobó unánimemente la creación de un fondo para pérdidas y daños, que estará dirigido, en específico, a los países más vulnerables al cambio climático. Esta «demanda histórica de las naciones del sur global» (tercer pilar del Acuerdo de París) fue uno de los temas más espinosos y polarizantes abordados en la conferencia. Pero, finalmente, después de que fue muy discutido, los delegados decidieron incorporarlo a la agenda oficial.
De acuerdo con la Ruta del Clima, las pérdidas y los daños hace referencia a los impactos adversos del cambio climático que las personas no han podido enfrentar o adaptarse a ellos, lo que conlleva daños irreparables o pérdidas irreversibles. Las pérdidas o daños pueden ser tanto de naturaleza económica como de naturaleza cultural, tradicional o idiomática, como es el caso del desplazamiento de las comunidades insulares afectadas.
En este sentido, las pérdidas y daños se ubican más allá de los límites de la adaptación climática, ya que representa la huella de la irresponsabilidad del norte global, máximo causante de la crisis climática y el que debe asumir la responsabilidad y compensar las pérdidas y daños generados.
En el contexto de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el concepto de pérdidas y daños se remonta a una presentación de 1991 de Vanuatu, la pequeña isla del Pacífico, en nombre de la Alianza de Pequeños Estados Insulares, en la que solicitaba un fondo común de seguros que fuera financiado por los países desarrollados y el apoyo para cubrir la carga económica. De esta forma, se buscaba compensar las pérdidas y los daños sufridos. Sin embargo, existe una diferencia entre los fondos que los países en vías de desarrollo piden por «pérdidas y daños» y la ayuda que solicitan para poder adaptarse al cambio climático.
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El asunto de las pérdidas y daños es especialmente relevante para Centroamérica. Según el Índice de Riesgo Climático Global a Largo Plazo, de Germanwatch, de 2021, Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Honduras y Costa Rica han sido los más afectados en las últimas dos décadas. Además, estos se encuentran entre los 100 países con mayores niveles de vulnerabilidad a las pérdidas que están relacionadas con el clima.
Situación similar atraviesan los Pequeños Estados Insulares de Desarrollo del Caribe que enfrentan desproporcionadamente los efectos catastróficos del cambio climático. Haití se ve afectado de manera recurrente por catástrofes naturales y figura entre los primeros puestos tanto en el índice a largo plazo como en el del último año.
Por su parte, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) también afirma que se ha establecido una importante relación entre los cambios y los patrones climáticos y los impactos adversos en la salud humana en los países más vulnerables al cambio climático. Esto se debe al surgimiento de «padecimientos en regiones previamente no endémicas» como enfermedades respiratorias y cardiovasculares, enfermedades transmitidas por vectores y el agua, hantavirus y rotavirus, enfermedades renales crónicas y hasta problemas psicológicos.
Si bien los factores de riesgo varían ampliamente en estas regiones, los fenómenos meteorológicos extremos están causando desastres sucesivos a escala nacional en estos países. La tendencia a la disminución de las precipitaciones, el aumento de las temperaturas y las temperaturas extremas son las principales causas que impulsan la crisis climática. Esto se traduce en una creciente pérdida de vidas humanas y de daños y pérdidas económicas que representan una parte cada vez mayor del producto interno bruto de los países. El potencial destructivo de estos fenómenos incrementa la desigualdad dentro y entre las naciones de la región, lo que representa una amenaza existencial.
En este marco, para avanzar en la creación de un fondo para pérdidas y daños, se organizó un comité de transición, que tiene la responsabilidad de definir en el periodo de un año la agenda de funcionamiento y de financiación del fondo con miras a su adopción en la COP28. Lo cierto es que «las pérdidas y daños» han sido un tema formal en el proceso de negociación de la ONU desde 2010.
Para un mayor impacto en las decisiones que se adopten, el comité de transición deberá considerar lo definido en el Marco de Transparencia Mejorado (ETF), del Acuerdo de París, mediante la evaluación y recopilación de datos sobre los efectos observados y potenciales del cambio climático. Además, se deben evaluar las acciones sobre la prevención y contemplar las pérdidas y daños por los efectos adversos. Finalmente, se deberán estudiar las disposiciones institucionales que apoyen la implementación de actividades vinculadas con la prevención de pérdidas y daños.
En la agenda sobre la financiación de pérdidas y daños se plantea la urgencia de garantizar al menos 100.000 millones de dólares al año y destinar como mínimo la mitad a la adaptación. Sin embargo, solo en Latinoamérica y el Caribe se ha calculado la necesidad de una inversión anual de entre 472.000 y 1.281.000 millones de dólares para responder a la crisis climática y a los retos sociales vinculados para el 2030.
En cuanto a los compromisos por parte de las instituciones financieras, si bien esta debe ser responsabilidad primordial de los países desarrollados, la COP27 amplió la ventana para aumentar las fuentes, incluyendo en la lista de donantes a China. Sin embargo, este financiamiento puede constituir un mecanismo de doble filo, debido al peso que tiene la deuda exterior en los distintos países en vías de desarrollo. Por lo tanto, sería necesario proponer negociaciones para la cancelación de la deuda durante las crisis inducidas por el clima o bien generar instrumentos innovadores que movilicen recursos para financiar pérdidas y daños que pueden ser irreversibles.
Ximena Roncal Vattuone es doctora en Economía Política del Desarrollo, por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), de México.
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