A la historia de La Casona le faltan los presidentes

La Casona, la residencia de los presidentes de Venezuela, ha vuelto a abrir al público luego de dos décadas privatizadas por una familia. Ahora tiene horarios de visitas y guías, cual museo. Y es ese el espíritu del recinto que le imprime el ministro Ernesto Villegas: una casa museo que honra a Aquiles Nazoa, nadie sabe bien por qué. Tanto, que el recorrido obvia lo más importante del lugar: haber albergado en sus muros el poder presidencial, la historia contemporánea de la democracia y, también, los miedos de aquel asalto golpista de 1992
Por Gabriela Rojas y Víctor Amaya
No hacía falta tres recorridos para aprenderse el resumen histórico que acompaña las visitas guiadas en La Casona presidencial, ahora rebautizada como Casona Cultural Aquiles Nazoa. Sin embargo, tres veces pudimos caminar de nuevo por esos recién aireados pasillos, luego de cruzar los jardines que «las infantas» habían convertido en patio de juegos y jolgorios, según relatos de los vecinos del lugar que aún recuerdan la música a todo dar.
La primera vez fue a pocos días de su reapertura al público el 13 de diciembre de 2019, una inauguración que fue presentada como un logro de la «revolución» a pesar de que fue ante la misma gestión que cerró sus puertas y la sumió en un largo hermetismo de casi 20 años. No olvidemos que en tiempos de «la cuarta», la residencia oficial de la Presidencia de la República permitía visitas guiadas en días específicos de la semana para que grupos organizados pudieran conocer el recinto.
La segunda visita de TalCual fue en pleno asueto navideño para ver si los jóvenes guías habían tomado confianza y aprendían mejor el brevísimo guión que acompaña cada estación. Pero no.
Y la tercera vez, la visita fue durante los primeros días de enero, para ver si con el nuevo año había una identidad más clara de este espacio.
Pero en las tres oportunidades, la historia se repitió. Un recuento oficial lleno de baches, imprecisiones, caletres juveniles, pero en especial de omisiones. La más obvia es que en los relatos que son narrados a los visitantes se borraron los nombres de los presidentes que habitaron esta casa, básicamente la historia clave y diferenciadora de la residencia oficial de los Jefes de Estado venezolanos desde su decreto oficial en 1964 y que tuvo como primeros inquilinos a la familia Leoni desde la noche del 19 de marzo de 1966.
En cualquier parte del mundo, una visita a un edificio similar pasa por entender que allí se asienta la historia política y del poder de esa nación. Lugar donde ocurren recepciones, encuentros internacionales, registro de momentos históricos, acuerdos fundamentales. Pero en Caracas nada de eso es reflejado en el recorrido. Después de todo, la visión que está imprimiendo la gestión del Ministerio de Cultura encabezado por Ernesto Villegas es una meramente museística, si acaso.
Cualquier visitante con más de 30 años o algo de cultura general es capaz de corregir los errores y completar las confusiones en las fechas, nombres y detalles históricos que tratan de hilar los guías desde que dan la bienvenida.
En la primera visita, la fecha de inauguración de La Casona fue algo así «como en 1969». La segunda vez la fecha se acercaba a 1967 y la tercera vez solo mencionaron que fue en los años 60. Brevemente aparece Leoni, a secas, al que le borraron el nombre de pila -Raúl, por cierto-, el título de presidente o expresidente y se menciona como el «que expropió la casa a la familia Brandt», eso en la segunda oportunidad cuando sí recordaron el apellido de los primeros dueños.
Si la suerte acompaña al grupo, en la pareja de guías que lidera el circuito uno recordará más datos que el otro. Cuando ocurra, se atropellarán por decirlo, por corregirse, por complementarse el uno al otro. Lo harán siempre con dudas, o igual con fallas. Por ejemplo, el escudo papal que adorna la pared de la capilla, entregado por Juan Pablo Segundo en su segunda visita al país (1996), al parecer, le fue entregado «a Pérez», cuando en realidad solo con la fecha se podía saber que ocurrió durante el segundo mandato de Rafael Caldera.
Eso sí, lo que los guías mantienen como una fija es la respuesta predeterminada: «Esta área de la casa aún está cerrada», repiten casi como una muletilla. De allí en adelante, en cada salón, cada área, cada comedor, en cada pasillo donde sí se permite el acceso se cumple la máxima que parece definir este espacio: lo que no se nombra, no existe.
No hay, por ejemplo, ni una mención por accidente de las dos veces en las que allí vivió Caldera, ni el reconocimiento de que fue Alicia Pietri la que oficializó las visitas guiadas por la mansión para que el ciudadano común, y en especial los escolares, la conociera de primera mano. Estas visitas públicas las mantuvieron los demás sucesores y sus respectivas Primeras Damas: Luis Herrera Campins, Jaime Lusinchi y Carlos Andrés Pérez.
Solo fueron interrumpidas en el año 2000 cuando la última Primera Dama, Marisabel Rodríguez prometía que ese espacio de tanto lujo «había que entregárselo al pueblo», una idea que Chávez también sumó a su larga lista de proyectos anunciados que no llegaron a nada.
Por razones obvias el relato oficial deja por fuera la estadía de estreno y el regreso, 15 años después, de Carlos Andrés Pérez durante sus dos períodos de gobierno, a pesar de que tiene en su haber uno de los episodios más interesantes que aún guardan esas paredes: en algún punto de esos 6.500 metros cuadrados impactaron las marcas de los disparos con los que fue atacada la residencia presidencial la madrugada del 4 de febrero de 1992, donde por más de cuatro horas Blanca Rodríguez de Pérez y sus hijas resistieron el intento de golpe de Estado, protegidas por una escolta de civiles y otro tanto por rezos y algo de suerte, mientras Pérez aguantaba en Miraflores y el Palacio Blanco el primer intento revolucionario de llegar al poder a punta de plomo y tanquetas.
Y al borrar los anfitriones, también desaparecen los celebres visitantes: diplomáticos, intelectuales, líderes políticos, Jefes de Estado mundiales, artistas.
Quien observe por primera vez el imponente comedor con más de 30 puestos coronado por una hermosa lampara de cristal de araña jamás se enterará que allí cenó Gabriel García Márquez, ni que Fidel Castro ya había disfrutado de esos hermosos jardines mucho antes de que lo llevara Chávez, cuando entró a La Casona por primera vez de la mano del mismísimo CAP.
A punta de mencionar períodos históricos incorrectos y estilos artísticos imprecisos de obras cuyos nombres no recuerdan quienes las muestran varias veces al día, el recorrido se sostiene -víctima de un caletreo propio del bachillerato- sobre el patrimonio de autores de la talla de Arturo Michelena, Tito Salas, Armando Reverón, Pedro Centeno Vallenilla, Manuel Cabré, el retrato firmado por Juan Lovera con el Bolívar clásico que el chavismo desconoce, la fama que precede a la pintura Diana La Cazadora, la obra monumental de Michelena que le da nombre al hermoso salón, y la imponente imagen a gran escala de la obra Los Causahabientes de Tito Salas, que por fortuna, deja sin palabras a los visitantes quienes muchas veces, pasan por alto la recurrencia de la respuesta que reciben de los guías: «no le sé decir cuál es el nombre».
Los Causahabientes, la obra que ocupa el Salón del Consejo de Ministros -que durante los primeros días de la apertura mostraba la palabra «concejo» en el cartel de identificación hasta que el propio Villegas se dio cuenta del desliz, frente a la prensa-, cuelga de la pared principal de un salón atestado de humedad, y con una biblioteca adyacente desordenada, descuidada, con libros apilados y sin el cuidado que merecen las ediciones propias de La Casona de otros años.
Menos mal que el error ortográfico fue corregido dos semanas después del recorrido de reapertura para terminar con la paradoja de que la 1ra edición de La Gramática de la Lengua Castellana de Andrés Bello, reposaba a pocos centímetros en un mostrador.
En ese mismo recorrido inaugural de Villegas señaló el libro de visitantes que corona el vestíbulo de entrada. El mismo que contiene firmas y recuerdos de importantes figuras globales, pero mostró durante casi un mes la firma de Emmanuel, el cantante, durante una gira en los años 80. Ahora la página fue cambiada para exponer la rubrica del emir Al-Ahmed Al-Yaber Al-Sabah, quizá el último visitante oficial a La Casona, en 2002.
En ocasiones, peor será cuando quieran mostrar un conocimiento que no poseen. En ese recorrido usted puede escuchar, por ejemplo, que en uno de los salones hay «un reloj de Colón», y la subsiguiente corrección de que era un reloj de Napoleón Bonaparte. No habrá el detalle de que las piezas francesas realizadas por Pons y Paulin datan del siglo XIX, que solo uno de ellos perteneció a Napoleón I quien posteriormente se lo dio a su hermano Jerónimo Bonaparte para finalmente recalar en Ciudad Bolívar. Tampoco podrán precisarle cuáles son, pues unos guías dirán que son los pequeños y dorados y otros señalarán los altos construidos de madera.
Las paredes también albergan muebles, cofres, piezas antiquísimas. Esa que los guías no podrán comentar más allá de decir que «es una pieza colonial» o «son muebles de estilo francés». Y en los jardines, le insistirán en que hay árboles «viejísimos», apelando a una prueba madre: fotografías de los años 60 que ya los muestran allí.
Si en el grupo van personas mayores, y ni hablar cuando son quienes ya habían conocido el recinto, la experiencia es más tortuosa. Los abuelos no admiten imprecisiones, y quieren educar. Después de todo, callar ante los errores históricos es hacerse cómplice de ellos.
El reciente decorado de las paredes de esta casona colonial es el rostro y las obras del poeta Aquiles Nazoa, ya que a propósito de celebrarse el centenario de su nacimiento terminó dándole nombre a una casa-museo en la que quizá nunca estuvo. Los encargados de guiar la experiencia no saben por qué el autor venezolano identifica La Casona ahora; alguno sin embargo se aventura: «bueno, porque extractos de sus obras están en las paredes». El orden de los factores sí afecta el producto.
No obstante, que el lugar haya sido bautizado con el nombre del humorista termina siendo una agradable coincidencia que probablemente evitó que el lugar fuese rebautizado con el nombre del único presidente que aparece en el recorrido: Hugo Chávez, para quien reservaron el final del paseo.
El circuito desemboca en una pequeña habitación que anticipa desde la puerta lo que le espera al visitante. Algunos simplemente se lo saltan y dan por concluido el recorrido. Otros entran por curiosidad a la habitación del «Comandante Supremo» -un espacio de construcción reciente y con acceso directo al Salón del Consejo de Ministros- donde supuestamente dormía el expresidente.
Al entrar, lo que se observa es una pantalla de televisión que muestra una estática escena separada apenas por un parabán de madera. Detrás de la estructura, una cama tendida, un escritorio, dos teléfonos y un libro sobre la mesa que permanece abierto en una página indeterminada. Al otro lado del salón, dos sillas y un retrato familiar del fallecido junto a sus padres y hermanos.
«Así la dejó el comandante Chávez, eso era lo último que estaba leyendo», acota uno de los jóvenes que apura el paso para que el próximo grupo no se acumule.
Pero aunque repiten esta frase unas cuántas veces al día, ninguno de los seis guías (en tres momentos diferentes) se anticipó a la pregunta obligada: no saben de qué libro se trata, ni qué dice la página o la línea tan místicamente congelada en el tiempo que solo se puede observar a través de lo que muestra la cámara de video, que pareciera tener la pretensión de dejar afuera los sudores cotidianos de una habitación que es definida como «humilde y sencilla», pero que ni siquiera se puede pisar ni observar directamente.
O quizá para mantener el hálito místico del último inquilino presidencial, que desde que llegó ofreció abrir La Casona para el pueblo, pero paradójicamente dejó la puerta cerrada incluso para su propio sucesor designado y para la que estrenó el peculiar término de Primera Combatiente.
Pero no era esa la habitación habitual de los presidentes venezolanos. Esa, ubicada cerca de la capilla según recuentos históricos, permanece cerrada al público. Así ocurre también con áreas sociales de la piscina, los salones de entretenimiento, el despacho de la Primera Dama y otras partes de la gran mansión.
Por cierto, que el relato de que Hugo Chávez estuvo allí -incluso leyendo- hasta «justo antes de irse a Cuba para operarse» no tiene, sin embargo, sostén histórico. Una de las guías en un recorrido suelta sin pensar que el expresidente ocupó la residencia oficial hasta 2002. Ese año, el intento de golpe de Estado en su contra lo hizo confinarse en Miraflores y Fuerte Tiuna y más nunca volver como residente. El último menú dispuesto en uno de los comedores refleja una visita de la Casa Real española justo a comienzos de 2002. Lo mismo el libro de visitantes, que ese año deja de registrar rubricas.
Pero la mejor experiencia es la que se vive. La Casona Cultural Aquiles Nazoa abre al público de jueves a domingo de 9:00 am a 3:00 pm, con todo y sus obras y piezas necesitadas de restauración y cuidados, mostrando el desgaste del tiempo y de la dejadez de quienes han usado la residencia oficial de la Presidencia como recodo familiar de quienes ya no tenían responsabilidades de Estado o incluso como un inusual escenario de fotos de desnudos.
Por cierto que entre los planes a futuro para el lugar está la habilitación del área de la piscina para hacerlos visitables. «Allí van a poner un restaurante, una cafetería y hasta un gimnasio para la comunidad», se le escuchó a una de las que, enfundada en rojo, vigilaba a los guías. Lo que nos espera.