A propósito de «Seda», de Alessandro Baricco, por Alejandro Oropeza G.
Twitter: @oropezag
Al leer los primeros párrafos supe que impactaría en la línea de flotación de mis certezas; que parte de las fortalezas mínimas que apuntalaban estos días, se vendrían abajo por la tristeza y la nostalgia de una historia que no nos pertenece, pero que nos invade como las reposadas aguas de aquel lago al que peina una brisa tranquila. Transcurrí del yo ensimismado que pretende el resguardo, al nosotros aterido de miedos en el que conviven infinidad de fantasmas familiares.
Quizás, nos reconocimos como marineros de barcos que nunca hemos abordado y que no conocemos; que están sepultados a medio hundir en un riachuelo mínimo; tan cercano, que ya nos acostumbramos a él y no nos sorprende. Quizás, nos hemos dicho verdades inútiles o mentiras sabias, como la historia. Quizás, el sorteo diario y constante de la vida nos reclama un amago de detenimiento, de no pensar, de no querer saber y opinar; a veces, reclamo inútil, porque hemos decidido, en el absurdo final de un bolero olvidado, no parar y seguir… inútilmente. Como inútil es la nueva búsqueda de un mar; de otro mar, para compartir ansiedades que redefinan ese paso siguiente… al abismo.
Intenté iniciar Seda de Baricco, casi al descuido, así como cuando alguien se toma una foto sin posar, sin pretender decirle al mundo que ocupa conscientemente un lugar; es decir, asumiendo una posibilidad de transparencia que, en muchos casos, es necesaria y, más aún, nos hace falta. Pero no, supe que una definición, o algo así como una cosa extraña semejante a aquella verdad o a esa mentira, venía por la esquina de la octava página y, lo dejé. Y quedó ahí, al costado no perforado, casi como esos tiempos lejanos que solo transcurren en dos ecos y no regresan; y evocan recuerdos raquíticos nuevos para reconstruir la historia propia. Ahí, al borde común; sí, como una foto al descuido.
Nada… en una epifanía prestada y plagada de retumbos atemporales, furiosamente me acometió el camino insistente que va de una villa cualquiera a una isla lejana, como la nuestra. Rodeada de aguas imposibles o de seres que no lo son menos, como los míos. Pero entonces, tuve la certeza de que los que más duelen y reclaman son los que no están; así, semejantes a las brisas que visten ese lago prestado también, y que escriben la vida de otros que, parados a la orilla, simplemente vemos transitar las aguas.
Cómo escuché, con la atención de la vez primera, esos signos que a Hervé le definían sucesivamente la existencia… y entonces, tuve consciencia de que las palabras que edifican al pensamiento son eso: cenizas de una voz quemada, ¿sólo eso? Y por cenizas, ligeras y volátiles; y por volátiles, inconstantes y escurridizas; y por escurridizas, a veces, falsas o impostoras. Así, me atenazó una certeza prestada, que acometió furiosa: …un dolor extraño, ¿Extraño? No sé, pero me trajo esta nostalgia que me ahoga el pecho por cualquier cosa, desde un olor hasta un recuerdo lejano, como deben ser los recuerdos. Y él me dijo, Baricco, que quizás corresponda y sea mejor destino: Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca.
*Lea también: Memorias de Simón Bolívar de Ducoudray Holstein (1831), por Ángel R. Lombardi Boscán
Pero, a veces, toca morir de nostalgia por algo que vivimos toda la vida previa; una, que se escondió en los anaqueles de una bodega de la memoria infantil olorosa a mortajas dulces. Quizás, esta batalla se libre furiosa en estos días opacos, brumosos, casi ausentes de ellos mismos… sólo porque alguien los definió así, y condujo un cuerpo a esa batalla absurda, desde hace cuántos tiempos, porque son varios. ¿Serán los viajes de la vida?: primero yendo, luego buscando y finalmente, huyendo a esa isla lejana, allá en la distancia, en eso invisible que se vuelve transparencia en el fin del mundo, de todos nuestros fin de mundo. A veces, pienso que hace falta reposar; y me inquieta saber cómo sería ya terminarse y acabar; conocer de qué color será esa tranquilidad.
Y, entonces, me encontré esta madrugada; sí, la que acaba de terminar, entre las revoluciones de sábanas que trataban de acoger mis respiros silentes: Una coronita de minúsculas flores azules, ahí… intencionadamente al descuido. Pero no me invitaba a consumirme en una liturgia de costumbres para protegerme de la infelicidad. No, me retaba a continuar construyendo el maravilloso espectáculo que sigue siendo la vida.
…un 23 cualquiera
Alejandro Oropeza G. es Doctor en Ciencia Política. CEO del Center for Democracy and Citizenship Studies (Cedes/ USA). Dtor. General del Observatorio Hannah Arendt , Caracas. Consultor de la Red Global de la Diáspora de Venezuela.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo