A propósito de SEDA, por Alejandro Oropeza G.

X: @oropezag
Novela de Alessandro Baricco[1]
“Y al cabo de un momento:
–Es un dolor extraño.
En voz baja.
–Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca”.
Alessandro Baricco, Seda.
Al leer los primeros párrafos de Seda, supe que impactaría en la imaginaria línea de flotación de algunas de mis pocas certezas; y, que parte de las fortalezas mínimas que apuntalaban esos días en un Washington que se negaba a recibir al otoño, se vendrían abajo por la tristeza y la nostalgia de una historia que no me pertenecía, pero que invadiría esos aires hogareños de cinco ventanas mirando a algún mar imaginario, que me recordaba las reposadas aguas de aquel lago al que peina una brisa tranquila y casi callada. Transcurrí del yo ensimismado que anhela resguardos, al nosotros aterido de miedos en el que conviven infinidad de fantasmas, algunos ya familiares.
Quizás, nos reconocimos como marineros de barcos que nunca hemos abordado, que no conocemos o que jamás hemos de abordar; que están sepultados o a medio hundir en algún riachuelo mínimo, tan cercano, que ya nos desacostumbramos a él y no sorprende.
Quizás también, nos han dicho demasiadas verdades inútiles o mentiras sabias, como en toda historia. Y, es más que probable que hayamos hecho esto nosotros en algún recodo luminoso y evidente del tiempo.
Tal vez, el sorteo diario y constante de la vida nos reclama un amago de detenimiento, de no pensar, de no querer o tener que saber y opinar; a veces, reclamo inútil, porque ya hemos decidido, escuchando atentamente el absurdo final de un bolero olvidado, no parar y seguir… en vano, pero, seguir. Así, insistir en la nueva búsqueda de un mar alterno; sí, de otro mar sin orillas, sin barcas por abandonar y sin tener que ir al encuentro de otros, para compartir ansiedades que redefinan ese paso siguiente… al abismo.
Intenté iniciar «Seda» de Baricco, casi al descuido, así como cuando alguien se toma una foto sin posar, y sin pretender decir al mundo que se ocupa conscientemente un lugar; es decir, asumiendo una posibilidad de transparencia que, en muchos casos, es necesaria y, más aún, nos hace falta. Pero no, supe que una definición o algo así como una cosa extraña semejante a aquella verdad o a esa mentira, venía por la esquina de la octava página y, lo dejé. Y quedó ahí, junto al costado no perforado, casi como esos tiempos lejanos que solo transcurren en dos ecos que no regresan, y que evocan recuerdos raquíticos nuevos para reconstruir otra pérdida. Ahí, al borde cotidiano de un ir y venir bajo la lluvia calle abajo, camino a la estación de Van Ness en aquella Connecticut avenue, otra vez en Washington; pero al final, sí… como una foto al descuido.
Nada… en una epifanía prestada y plagada de retumbos atemporales, furiosamente me acometió el camino insistente que va de una villa cualquiera con piel de piedras medievales a una isla lejana y añorada, rodeada de aguas imposibles o de seres que no lo son menos, como los míos. Pero entonces, tuve la certeza de que los seres que más duelen y reclaman son los que no están; así, semejantes a las brisas que visten a ese lago, prestado también, y que reescriben la vida de otros que, parados a la orilla, simplemente vemos pasar las aguas.
Ya entregado con qué deseos escuché, con la atención de la vez primera, esos signos que a Hervé [el personaje principal] le aclaraban sucesivamente la existencia… y entonces, adquirí consciencia de que las palabras que edifican el pensamiento son eso, como él decía: «cenizas de una voz quemada», ¿sólo eso? Atreví a cuestionar. Y por cenizas, ligeras y volátiles; y por volátiles, inconstantes y escurridizas; y por escurridizas, a veces, falsas e impostoras. Así, me atenazó una certeza en arriendo, que acometió furiosa en la médula de una biblioteca que escapaba a cajas y nuevamente se guardaba la memoria, así como «…un dolor extraño», ¿extraño? Volví a cuestionar.
Al final, no sé o no supe, pero me trajo de nuevo esta nostalgia que me ahoga el pecho por cualquier cosa, desde un olor hasta un recuerdo lejano, como deben ser los recuerdos. Y él me dijo, Hervé, en medio de las cajas ya rotuladas para el letargo, que quizás corresponda y sea mejor destino padecer el dolor de: «Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca».
Sí, todos lo sabemos, al menos los que hemos muerto así sea una vez, que muchas veces toca vivir; y, varias veces de nostalgia por algo que anhelamos todo el tiempo previo o buena parte de él; una vida, entre otras sí, pero distinta, que se escondió entre los anaqueles de una bodega de la memoria infantil olorosa a mortajas agridulces, cerca de un agujero insistentemente negro que se traga insaciable la luz de los recuerdos. Lo trascendental, es que sabemos dónde está esa vida, escondida es cierto, pero sabemos dónde buscarla.
Es probable, entonces, que la batalla entre la nostalgia y los anhelos se libre furiosa en estos días luminosos de un verano reincidente, al pie de unos Apeninos que me dan los buenos días, las tardes y las noches en otro idioma, uno nuevo; cordillera que se retrata soberbia y sin vergüenzas, sin brumas y casi ausente de ella misma, en esta mente que la recibe ilusionada…
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Pero ¿quién compuso el mural de estos fragores en mil cuevas perdidas? ¿quién quiso definirlos así, y condujo un cuerpo cualquiera a esta batalla absurda desde hace cuántos tiempos? Porque son varios ¿Serán los viajes de la vida?: primero yendo, luego buscando y, finalmente, huyendo a esa isla lejana, allá en la distancia, en eso «invisible» que se vuelve transparencia en el fin del mundo, de todos nuestros fin de mundos. A veces, muchas veces lo reconozco, pienso que hace falta reposar definitivamente; y me inquieta y acosa saber cómo serían los todos si ya terminase y llegase un final; conocer de qué color será esa tranquilidad ¿habrá tranquilidad después de las batallas?
Y, entonces, encontré esta madrugada; sí, la que acaba de terminar, entre las revoluciones de sábanas que trataban de acoger mis respiros silentes, «una coronita de minúsculas flores azules», ahí… intencionadamente al descuido. Pero, no invitaba a consumirme en “una liturgia de costumbres para protegerme de la infelicidad”. No, me retaba a continuar construyendo el maravilloso espectáculo que sigue siendo la vida…
…un 6 de un x cualquiera.
[1] Baricco, Alessandro, (2021): Seda, Anagrama, Barcelona.
Alejandro Oropeza G. es Doctor Académico del Center for Democracy and Citizenship Studies – CEDES. Miami-USA. CEO del Observatorio de la Diáspora Venezolana – ODV. Madrid-España/Miami-USA.
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