A propósito de un soneto de Neruda, por Fernando Mires
Soneto 93
Si alguna vez tu pecho se detiene,
si algo deja de andar ardiendo por tus venas,
si tu voz en tu boca se va sin ser palabra,
si tus manos se olvidan de volar y se duermen,
Matilde, amor, deja tus labios entreabiertos
porque ese último beso debe durar conmigo,
debe quedar inmóvil para siempre en tu boca
para que así también me acompañe en mi muerte.
Me moriré besando tu loca boca fría,
abrazando el racimo perdido de tu cuerpo,
y buscando la luz de tus ojos cerrados.
Y así cuando la tierra reciba nuestro abrazo
iremos confundidos en una sola muerte
a vivir para siempre la eternidad de un beso.
Es un soneto más, tal vez no el mejor, tampoco el más conocido. Es uno entre tantos, entre cientos, quizás entre miles de los que musitaba el poeta chileno, sin darse cuenta a veces de las terribles, bellas cosas que decía.
Pero hube de volver a su lectura porque el soneto, como si fuera un policía, detuvo mi camino. Prueba concluyente de que la poesía se hizo para que ella nos encontrara. Digo: no uno es el que va a los versos sino los versos van a uno, mensajes al fin de un más allá que nos circunda, nos vigila y, en cierto modo, nos protege como solo la noche sabe hacerlo con los ladrones.
Razón de más para reiterar una tesis no confirmada: la de la relación estrecha que se da entre la letra cifrada de un poema y la vida que poco a poco se nos va, en nosotros, en los otros y en los demás.
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La poesía es vida y la vida solo aparece allí cuando nos enfrentamos a su vacío, sobre todo al vacío más grande que uno puede imaginar, el de la no-vida, no el de la muerte, el de la no-vida, el de la presencia y la conciencia de que nos vemos en los ojos de lo que se nos va y por eso, entiéndeme, es por eso que amamos, no porque sí, no por un dictado de la naturaleza, no porque nos plazca, sino porque sabemos que lo que tenemos – en el caso nerudiano la presencia de la amada Matilde – no es eterno, es un instante y nada más.
El amor es un tiempo que perece y que, como si fuera la última madera del naufragio, queremos asir buscando lo imposible, lo que solo la poesía y nunca las religiones pueden intuir: el vano recurso de la eternidad.
El verdadero amor nace frente a la posibilidad de su ausencia.
Cuando algo deja de arder en las venas, cuando no hay más palabras en las bocas, cuando las manos dormidas ya no vuelan, eleva el poeta su protesta: la de un beso que quiere quedar para siempre anidado en esta vida. Un “parasiempre». La palabra más deseada por los mortales y -quizás por eso – la más imposible de ser cumplida.
El amor es la búsqueda de la eternidad que nos fue por Dios negada.
La poesía también. Un beso frío en la boca fría del ser amado, un abrazo al racimo perdido del cuerpo inerte, una luz en los ojos cerrados. Y entonces el poeta, como si fuera el último acto de su drama personal, decide enfrentar a la muerte toda, confundido en la eternidad con un beso. Una eternidad que nada ni nadie conocerá pero que, esperanza vaga, seguirá multiplicada entre los mortales.
Cada poema a la vida es un poema a la muerte. Al revés no: es imposible. Quizás esa es la razón última del enigma del amor y de su hija huérfana, la poesía.
Neruda, como pocos poetas – lo hubiera querido o no – fue un vidente en la oscuridad.