Abismo, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Solicitó el permiso de tres días en la oficina luego de que su hermano le informara la mala nueva: la madre había muerto repentinamente. Dada su precariedad económica, Salvador hizo el viaje de Caracas a San Cristóbal en avión, con boleto de ida y, tras asistir al velorio, sepelio y almorzar con su hermano, retornó en el autobús que cubre la ruta Táchira-Caracas. De hecho Luis lo aventó hasta el terminal, un cálido abrazo los anudó e hicieron promesas para verse en navidad.
Salvador entró en la unidad y desde la ventanilla se despidió del hermano con encogimiento en el alma. De los cuatro, prácticamente sobreviven ellos dos. A Candy le perdieron la pista cuando, a los 17 años, se fue a Nueva Zelanda detrás de un músico y nunca más supieron de ella. En cuanto a Américo, el mayor, cayó baleado cinco años atrás en un asalto al banco donde ejercía de gerente en San Cristóbal.
Con la tristeza de haber sepultado a la madre y la ansiedad de continuar su mustia vida de soltero en la capital, Salvador dio por cerrado el capítulo familiar que tanto le atormenta desde que el padre se marchó de casa el mismo sábado que él celebraba sus 10 años.
El autobús dejó atrás la ciudad, trepó sin parar por vías en penumbras, calladas, sin nombres. Cerró los ojos y al fin logró dormir. Solo eso es lo que parece recordar con claridad porque, como si hubiera atravesado un espejo, la realidad se redujo al estrecho lugar donde ahora yacía mal herido, asfixiado por la pestilencia de orín y heces que le rodeaban. ¿Qué pasó? Salvador rehace vagamente la más desdichada de sus tragedias.
Después de rodar por varias horas el conductor se detuvo en una gasolinera y avisó a los pasajeros que dispondrían de veinte minutos para bajar, estirar las piernas, comer en un restaurante similar que hay en todas las carreteras del país y satisfacer sus necesidades de higiene. En ese orden, Salvador empleó el breve tiempo que, sin saberlo, se haría eterno.
Con el resto de los pasajeros salió del autobús rumbo al restaurante, se engulló un sándwich y café, fumó mientras caminaba de un lado a otro y se dirigió al sanitario que, para su sorpresa era un pozo séptico, oscuro, nauseabundo, ubicado al extremo de la gasolinera y que muchos optaron por no utilizar. Urgido de vaciar la vejiga, Salvador empujó la puerta de un solo golpe. Eso fue entrar y caer en la fosa de unos 15 metros que cambiaría su vida. Despertó no sabe cuántos minutos después. Adolorido, no oía ruidos de autos, ni de gente que saliera del restaurante. Hasta la repetitiva música de la rocola había callado.
Inmerso en el sórdido reino de la penumbra y del silencio no supo cuándo era de día o de noche, y lentamente debió ordenar sus pensamientos hasta recuperar los últimos fogonazos que le condujeron al instante en que abrió la puerta del urinario. La urgencia ahora era salir. Pero no podía moverse por lo estrecho del trullo y porque la caída le provocó fracturas de brazos y costillas. Pasaron las horas y después los días; o eso creyó Salvador, cuando decidió abandonar cualquier intento por sobrevivir, sumido como estaba en algo que flotaba entre el sueño y el olvido.
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Aplastado por el silencio no escuchaba más que el borboteo de gotas y el aire. No sabe cuándo ocurrió pero alguien empujó la puerta y orinó al tiempo que arrojaba el último cabo del cigarro a la fosa. Por efecto del orín que caía sobre su cabeza, Salvador despertó y reunió fuerzas para reaccionar con un débil quejido que el otro reaccionó con un “¿hay alguien ahí?”, y al no recibir respuesta se fue.
No lo recuerda con claridad pero apuesta a que el evento se repitió. Alguien aparecía, hacía uso del urinario y Salvador, cada vez más débil, intentaba modular un grito, alguna palabra, pero desde arriba nadie le oía o confundían su gemido con el ruido de algún roedor, y se marchaban. Durante ese tiempo la soledad fue su único alimento. Entonces apareció ese tal González, acompañado de dos obreros. Abrió la puerta para explicarles acerca del plan de eliminar la letrina y construir un sanitario decente con todos los servicios.
Mientras González hablaba con los obreros, uno de ellos encendió la linterna para ver y calcular la profundidad del pozo, y ahí estaba Salvador. “¡Coño, ¿eso que está ahí abajo no es un cuerpo?”, dijo espantado y los tres al confirmarlo concluyeron que se trataba de un cadáver. Llamaron a la Policía. Salvador se sintió de pronto un intruso, de su propio infortunio pero también de su rescate. Una vez liberado del infierno y darse cuenta que seguía con vida la policía concluyó que se trataba de un borrachín que fue a dar al pozo.
Sin fuerzas para explicar lo sucedido, Salvador calló. Su estado de fragilidad le impedía hablar. De manera que lo trataron como un mendigo; pero, como enfermo mental, y lo llevaron al hospital donde fue curado de las heridas. Pero con la caída no solo había perdido la noción de su existencia sino también la cartera. Sin documento para demostrar quién era él, e inmovilizado por el trauma de los golpes, de los tantos días vividos entre roedores, cucarachas y las heces, Salvador llegó por creer que pasaba por una nueva travesía, tan dolorosa como lo que vivió en el pozo.
El frío torrente donde flotaban sus recuerdos de ese pasado reciente le impedía explicarse, y una vez sanadas sus heridas, le trajeron ropa usada pero limpia y fue trasladado a un centro siquiátrico, donde pasó su tercera prueba de sufrimiento. Cuando finalmente logró ser escuchado por el médico y calificado de “no apto” para permanecer en ese hospital, fue echado a la calle. “Vagué por pueblos sombríos, desconocidos, ignorado por la gente a la que me le acercaba para pedirle dinero o comida”, repasa ahora con gesto de cansancio resignado.
La voz que me habla esta vez es aguda y cortante, y suena como la de alguien exhausto. Yo, que he guardado silencio, lo observo no sin cierta desconfianza. Me pregunto si tengo enfrente al Salvador o y tranquilo y solitario con quien conversaba sobre temas de interés. Pero lo que veo es alguien con rasgos que aterradores, alguien que ingresó una vez en un túnel del que no acaba o no se atreve a salir.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España