Adiós mi príncipe, por Humberto Villasmil Prieto

Twitter: @hvmcbo57
Tan pronto pasa todo cuanto pasa…
Fernando Pessoa
Aly Khan era el príncipe del pueblo hípico; de los cultores del más bello espectáculo del mundo, del llamado deporte de los reyes que, en Venezuela, terminó siendo el más popular de los entretenimientos, el más democrático, el más transversal como se diría en la jerga de este tiempo.
Pero para una persona en particular aquel príncipe era sencillamente «mi príncipe». La razón de ello terminó siendo una conexión india que yo no pude entender sino muchísimos años después.
El autor de ese mote fraterno fue el Musiú Millard Faris Ziadie, el más grande trainer que alguna vez presentara caballos de carrera en nuestra tierra. La conexión de marras entre ambos personajes daba cuenta de sus orígenes. Mediando el ascendiente compartido de ambos, se le escuchó al Musiú decir más de una vez: «Mi príncipe, mi caballa no puede pa´ pierde con nadie. Le dedico la carrera».
El trainer jamaiquino de ascendencia india había llegado desde Kingston y el joven Virgilio Cristian Decán, hijo de madre india, igualmente, desde Ciudad Bolívar. Al final, el Caribe, ese Mar de las lentejas (Benítez Rojo) fue el espacio y el motivo de ese encuentro que llegó hasta nosotros.
Esa era la conexión y el símbolo de un lenguaje cifrado entre ellos que me pareció evidente solo con el paso del tiempo cuando pude entender que este país fue siempre un crisol de razas y que si algo expresó nuestra manera de ser y nuestra idiosincrasia mestiza fue precisamente el hipismo.
Junto con nuestros ídolos nacionales, el hipismo venezolano lo levantaron las fustas que vinieron del sur; aquellos jinetes legendarios como Balsamino Moreira, el jockey de Valdivia, o los hermanos Cruz, Juan Eduardo «el Trueno de Antofagasta» y su hermano Carlos, entre tantos otros; los trainers argentinos como el Che Fernández o Juan Eugenio Vidal, los que vinieron desde la otra banda del RÍo de la Plata, como el uruguayo Don Tito Pérez, pero también los jockeys que vinieron del Ecuador como Walter Carrión o el Chino Pincay que lo hizo desde Panamá, sin contar con los apellidos italianos de nuestra hípica señera, como Contini, Catanese, Bellardi, con el canario Luis Martín o con la elegancia cubana de Doña Peggy Azqueta.
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Pero aquella orquesta idiosincrática y de mestizaje fraterno e inolvidable que era nuestra hípica necesitaba un director que cada día de carreras y desde su peana, «la Bola Continental», en el techo de la Tribuna C del Hipódromo La Rinconada, dijera con esa voz inconfundible: «atención», sabiendo que detrás de aquel llamado el país entero se paralizaría de Norte a Sur y de Este a Oeste. En ese momento, frente a la televisión o con el radiecito a la pata de la oreja, Venezuela retenía su impulso ansioso, contenía el suspiro con la esperanza lúdica de que finalmente el caballo favorito surgido de la cábala de cada quien nos diera el triunfo aquella tarde, imaginando que la voz de Aly Khan se lo traería en ganancia desde la curva y que se le escucharía decir que los «viene apartando», una de esas frases suyas que terminaron quedando en la historia.
En ese templo de la hípica que fue La Rinconada todos miraban a «la Bola» donde el director de la orquesta sacaba la batuta y ordenaba mirar al shot de los 1600 metros.
Ad portas de que Aly Khan dijera «partidaaa» comenzaba ese griterío ensordecedor que hacía imposible saber al girar la curva qué decía el príncipe desde «la Bola», sencillamente porque nadie podía escucharlo, en medio de aquel estruendo que muchos salvaban con el radiecito a la pata de la oreja para asegurarse de que el príncipe por las ondas hertzianas de la radio estaba del otro lado.
En ninguna otra parte distinta a las tribunas podría sentirse esa sensación visual y sobre todo auditiva de la percusión de la fusta pegando sobre la piel sudada del purasangre. «Pegando y mandando», estirando el pescuezo del noble animal a la espera de la foto finish; épica del instante, testigo del más sublime de los sobresaltos.
Las tres tribunas de La Rinconada eran las naves de un templo donde se podían ver los artilugios más ingeniosos, como binóculos de vidrios rayados que vieron la luz en los tiempos del Hipódromo de El Paraíso y llegaron al Ovalo de Coche recordando épocas mejores. En realidad, lo entendí mucho después cuando ya no volví a La Rinconada, con ellos no se podía mirar mejor las carreras, intuirlas mejor, eso sí; porque cada aficionado al colocárselos frente a los ojos les hablaba en voz baja, como si dentro de aquel artefacto habitara un duende, aficionado como él al más bello espectáculo del mundo.
Viendo o más bien intuyendo las carreras por medio de unos binóculos o con lo que lo recordaba se escuchaba a cada aficionado musitarles, ligando, trayéndose al caballo desde la curva en comunicación sensorial con el jockey –levante y busque los palos hombre– mirando a «la Bola» esperando que el príncipe sentenciara: «no hay nada que hacer, Gelinotte la pupila del Musiú Ziadie para todo el mundo» con lo que correspondiera tantas veces a la dedicatoria ofrendada.
En ese tiempo se veían y se gritaban las carreras desde la Tribuna; miles de fuetes imaginarios surcaban el viento de la tarde caraqueña; infinitas manos recreaban los látigos y se acompasaban como violinistas de una orquesta clásica. Ese golpe seco de un dedo que chocaba con el otro al ritmo de un sonido gutural que requería cerrar los labios y colocarlos en posición de beso en ese instante en que se llamaba a correr, cuando toda la tribuna era caballero de aquel potro alazán que “viene volando pegado a la baranda”.
Ritos de los hípicos de antes, mañas, pero, seguramente y por, sobre todo, superstición o presentimiento, sin lo cual la hípica nunca hubiera existido, ni mucho menos merecido ser lo que fue.
Ha partido el director de aquella liturgia esperada de cada fin de semana. Se fue el príncipe, Mi príncipe, Ziadie dixit.
Un pedazo de nuestra vida medida en nostalgias se fue con él. De seguro que al emprender su viaje definitivo el príncipe hubiera querido despedirse de las tribunas repletas de La Rinconada y quizás, me lo imagino, con los versos de Juan Ramón Jiménez. «…Y yo me iré. Y se quedarán los pajados cantando…»
Que descanse en paz.
Humberto Villasmil Prieto es Abogado laboralista venezolano, profesor de la UCAB. Miembro de número de la Academia Iberoamericana de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Soc.
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