¡Adiós, muchachos!, por Gustavo J. Villasmil Prieto

«Había llegado la hora de decir adiós…No puedo decir que no me sintiera conmovido. Por el recuerdo del pasado, por todo lo que quedaba detrás de mí y por los agravios, ahora que Saturno me alzaba desde el suelo para meterme entre sus fauces»
Sergio Ramírez (1999) Adiós muchachos
Todavía recuerdo aquella mañana en el Hospital Vargas, siendo yo un joven especialista. Fue a fines de los noventa. «Tú no vas a tener vida en ese partido nuevo que están montando» – me decían mis colegas con genuina preocupación – «Ése es un partido de abogados de la Católica y tú no eres ni una cosa ni la otra». Nacía Primero Justicia y sus fundadores me estaban invitando a unírmeles en lo que se perfilaba como un proyecto épico destinado a constituirse en referencia política a partir de gestiones municipales exitosas en un país entonces rendido a los pies del chavismo.
En aquella invitación vi la llamada al servicio público para la que me había estado preparando. Se abría ante mí la oportunidad de demostrar que otra Venezuela era posible sin venderle el alma al demonio del populismo autoritario y sin resignarnos a volver al país equivocado que habíamos sido hasta entonces.
Recuerdo que poco antes había abierto yo un bonito consultorio privado. Recién casado, solía yo entonces vestir batas blancas pulquérrimas, «de lavandería», camisas de puño francés y corbatas de diseñador italiano. Mis récipes se firmaban con pluma Montblanc y mis tarjetas de presentación eran de cartulina de hilo. Ni por un solo segundo dudé en echarle el cerrojo a aquella vida de mediquito burgués que me había inventado para lanzarme de lleno a aquella otra, como la de mi padre, entregada al servicio público bajo la consigna que los gabaldonianos como él habían sembrado en Venezuela veinte años antes que la conferencia de Alma Ata: «la salud es para todos».
Nos entregamos con pasión a aquel llamado y lo hicimos bien. En Baruta primero, en Miranda después. Nos batimos con fuerza en cámaras municipales y legislaturas estadales. El régimen pronto nos golpeó con toda su fuerza y pese a ello, proyectamos, construimos y dirigimos con éxito. Desde nuestras posiciones ejecutivas concebimos programas y servicios único que hacían la diferencia en el país profundo en el que la revolución no era capaz de vacunar a un solo niño.
Pronto comenzaron a invitarnos a pensar lo propio en Táchira, en Zulia, en los estados centrales, en Oriente, Guayana y los Llanos. Mochila al hombro y sin más logística que la que podían aportarnos nuestros compañeros de ruta, caminamos Venezuela entera.
Luchamos con denuedo. Construimos. Nos «fajamos» noblemente. No me pesa haber prodigado toda la fuerza y la energía de la que fui capaz en esos años a una causa en la que, a mis tempranos treinta, creí y aun creo firmemente. Por eso nunca pensé llegar a escribir estas líneas, incluso presintiendo que ya era hora. Porque veinticinco años de historia personal que caben ahora en un par de carpetas de manila será todo lo que quede de una juventud dejada en las calles de Venezuela, luchando junto a ustedes por ese amanecer que nunca llegó. Duele.
Duele muchísimo. Pero no podía ser de otra manera, mis queridos. La Primero Justicia que cofundé y en la que creí, hace mucho que dejó de ser. Cedió poco a poco a las tentaciones del pragmatismo y de la mediocridad política nacional, cuando no a las mieles del statu quo.
Hace mucho tiempo presentí que algo así ocurriría, pero me resistía a aceptarlo, mientras sus mesas directivas – de la nacional para abajo– se iban llenando de oportunistas a quienes las tesis del llamado «centrohumanismo» les venían como traje a la medida de sus aspiraciones personales. «El que respira, aspira». Así rezaba uno de los manidos «slogans» de aquella dirigencia política –de las más incompetentes jamás vistas en Venezuela– puesta a la cabeza de un partido al que muchos habían entrado por la ventana y cuyo enorme capital político dilapidaron en tiempo récord.
Reuniones en Madrid, «brunchs» dominicales, camionetas «cuatroporcuatro» y despliegue de «outfits» deportivos alemanes para siempre parecer hiperjuveniles; seminarios en hoteles «cinco estrellas», «community managers» y un largo etcétera de recursos destinados a cubrir la más profunda vacuidad de pensamiento. De todo hubo. «La política ya está inventada, pana», me espetaron sabihondamente, mientras la militancia real tomaba riesgos y sudaba la única franelita amarilla teñida con «wikiwiki» «pateando la calle» en pueblos y ciudades.
¡En cuántas locuras y errores nos metieron! Aventuras abstencionistas, atolondrados «interinatos» que para todo dieron, procesos internos «entre gallos y medianoche»; nada faltó en el popurrí político de tanto dirigente de poca lectura y mucha agalla, parte de esa zoología política venezolana en la que abundan «chivos», «caballos» y «animales políticos» de toda especie. Se entiende que en tan variopinta fauna un día se nos colaran también los «alacranes», a quienes tantas veces tuvimos que corregirles desde la dicción hasta la ortografía pese a la inusual desconfianza que inspiraban y que en poco tiempo demostró no haber sido infundada.
Y que no se le ocurriera a nadie diferir en lo más mínimo de la «línea» que de aquella «craneoteca» de genios de «la Nacional» emanase, so pena de automática «autoexclusión». Se fue muriendo así el proyecto que compartimos mochila al hombro por tantos años, en un esfuerzo cuyo mérito reclamo y reclamaré por siempre para quienes, como ustedes, lo dieron todo sin jamás mirar el vuelto.
Me marcho sin odios, muchachos, pero sacudiéndome muy bien el polvo de los zapatos. No me verán ustedes merodeando por contubernios y «ventetùs» políticos, por muy de moda que estén. Allí no está ese país real, ese al que yo le veo el rostro todos los días; país que clama por una unidad genuina y no por un condominio de intereses personales de gentes muy lejanas a sus penurias.
¡Adiós, muchachos! Les quise genuinamente. Guardaré conmigo por siempre un recuerdo lleno de respeto, de admiración y de afecto por todos y cada uno de ustedes. Fue para mí un honor haber sudado juntos «la gota gorda» y dejado los zapatos campeando por esa Venezuela a ras de suelo que siempre nos habrá de doler y que nunca cupo en los cálculos y matrices de aquellos para quienes la política siempre fue – como dijo irónicamente el poeta Paul Valery – «el arte de impedir a la gente meterse en lo que le importaba». Por sus caminos nos reencontraremos algún día, lo sé.
¡Hasta siempre, hermanos «justicieros» de tantos años!
¡Adiós pues muchachos, compañeros de ruta!
¡Adiós!
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Gustavo Villasmil-Prieto es médico, politólogo y profesor universitario.
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