Adriana, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
«Hola, soy Adriana D´ Elia. ¿Quieres ser mi amigo?». Fue así como nos conocimos, hace más de 45 años, tras descubrirnos el uno al otro librando la misma batalla contra el «bullying» escolar, término este que para entonces no existía y cuya causa a nadie –maestros incluidos– importaba. No éramos populares ni teníamos habilidad deportiva alguna. Muy tempranamente nos declaramos críticos de la lentejuela mayamera y del papelillo de la «Gran Venezuela» que trajo consigo la explosión petrolera de los años 70, cuyas facturas históricas habríamos de terminar pagando todos 40 años más tarde. Venezuela era para ambos un retablo lleno de maravillas ante el que no teníamos otro modelo que el de la república ideal de Francisco Canestri en su «Formación Moral y Cívica».
Nuestra única visión del mundo era la escrita en las páginas de la «Historia Universal» de Áureo Yépez Castillo. Con el tiempo, en medio del calor de un aula de techo de tejalit del Liceo Parroquial de Baruta, nos hermanamos el preadolescente llegado del Zulia que yo era y la niña rubia de ojos claros, tan alta que apenas si cabía en el pupitre escolar; la nieta de un viejo soldado italiano que llegara a los llanos de Apure tras años de guerrear en la Abisinia y que, clavando su bayoneta en la tierra venezolana, se dijo: «aquí es». «Fratres in aeternum». Eso seríamos desde entonces y para siempre. Ni siquiera nuestras muy distintas rutas universitarias lograron alejarnos.
Sus largas noches trazando los planos de ciudades imaginarias se juntaron con las mías, entregadas en el estudio hasta del más fino detalle de los secretos de la anatomía humana. Fue así como aprendí que las autopistas eran arterias, los distribuidores corazones y las plazas y parques verdaderos plexos. Como aprendí también que los vecindarios envejecían y se ponían ostoporóticos, que las ciudades tenían sus propias vértebras y los barrios su metabolismo.Con el tiempo vinieron las respectivas parejas – las transitorias y las definitivas-, los hijos de cada uno, los viajes de estudio, los empleos en el exterior y esos «casos y cosas de casa» propios de la vida burguesa. Pero el asombro adolescente jamás nos abandonaría.
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Nunca pararon de fluir los libros, las películas, los discos, los conciertos y nuestras conversaciones «de análisis». «A ver», me inquirías con gracia, «¿qué te estás leyendo tú ahí? Ya sabes que no soporto que te leas una cosa que no me esté también leyendo yo». Pasaron así los años hasta que llegó la madurez y la vida nos juntó de nuevo en una misma pasión: la del servicio público.
Años en los que lo dimos todo sin reparar en «el vuelto». Talentos – los suyos muchísimos más que los míos–, esfuerzos, sacrificios de toda índole, costos personales enormes: en nada reparamos cuando a construir aquella república ideal de los tiempos escolares nos entregamos, levantando escuelas y dispensarios, diseñando políticas pensando en el venezolano más postergado y reconstruyendo con nuestras propias manos todo lo devastado por una década de odio.
Llevo a gala decir que bajo su dirección y mando le entregué a Miranda –nuestro estado– los mejores años de mi carrera. Todavía recuerdo aquellas reuniones de gabinete que abría llamándonos a todos a «construir una solución» ante tal o cual desafío.
Porque para Adriana las soluciones no caían del cielo ni surgían «ex nihilo» de la genialidad de nadie, como tampoco estaban escritas en los manuales: había que crearlas al conjuro de la inteligencia y de la pasión por Venezuela, con muy escasos medios y «para mañana a primera hora». Lo mismo nos decía de la «viabilidad» invariablemente invocada por esos típicos planificadores de oficina, a la que teníamos que abrirle brecha nosotros en el terreno mismo balanceando el más sólido argumento técnico con la realidad política más cruda. Así fue durante todos esos años.
Pronto estará de cumpleaños y no habrá para ella, como entonces, la torta de siempre, encargada de prisa en la panadería de la planta baja, ni la Coca Cola a temperatura ambiente compartida en medio del más duro debate presupuestario. No estarán los colegas del gabinete de gobierno mirandino entonando desafinados el «Ay que noche tan preciosa» de Emilio Arvelo y faltarán los abrazos de tanta gente querida, de amigos, de colegas y de tantos buenos venezolanos que le tributaron todo a la lucha por la democracia.
Como faltará también el abrazo de Don Atilio, el viejo doctor y capitán de navío que una noche se durmió soñando que Adriana vendría a pedirle la bendición como cuando era una niña. Hoy lloro el exilio de la amiga-hermana. Resiento hondamente su lejanía junto a la de más de 7 millones de venezolanos que andan por el mundo llevando a Venezuela bajo el brazo.
Junto a algún ventanal extranjero, esperando la llegada del otoño boreal, estará planificando ahora escuelas para Centroamérica al tiempo que recordando que más de dos millones de nuestros niños no tienen una.
Como pensará también en acueductos para alguna isla del Caribe sabiendo que en Caracas hay barrios a los que el agua no ha llegado en más de un año y en dispensarios para no sé cuál pueblo altiplánico con el corazón puesto en nuestro Barlovento, en los que hoy no se consigue alguno abierto.
Porque para Adriana no hubo ni habrá nunca manera indolora de vivir la condición de venezolana. Así ha sido y así será siempre.Viviremos fuertes para ver nacer aquella república ideal que imaginamos juntos en las páginas de la perfecta cuadratura del viejo libro del doctor Canestri; una Venezuela en la que ya no habrá niños sin escuela, enfermos abandonados a su suerte, hombres sin trabajo y ciudades sin alegría; un país en el que la decencia vuelva a ser la carta de presentación de un venezolano orgulloso de serlo y que sea dueño de su destino. La veremos juntos, no importa si más viejos. Creo firmemente en ello. Recibe hoy mi abrazo de cumpleaños, Adriana. Donde quiera que estés.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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