Aeroguachafita, por Teodoro Petkoff
Chávez ciertamente se ha tomado a pecho la multipolaridad. Más allá de que el término pueda sugerirle la existencia de un mundo ya no esbozado según los caprichos de una sola superpotencia, Hugo ha decidido darle una interpretación tan personal como personalista: multipolaridad se ha convertido en moverse de un polo a otro, de un punto cardinal a su virtual opuesto. Es por ello que, una vez en Brasil, se compromete con el presidente Cardoso en hacer oposición conjunta a la Asociación de Libre Comercio para las Américas (ALCA); para luego, hace apenas dos días, abrazarse con Pastrana en Cartagena y coquetear con la decisión de suscribir la firma del convenio de libre mercado. Sucede que tanto Cardoso como Pastrana tienen razones harto estudiadas, con balances y posibles consecuencias políticas, económicas y sociales de por medio, para refutar y elogiar, respectivamente, la propuesta de liberalización comercial. Chávez, en cambio, no ha hecho otra cosa que jugar sus cartas de caótica asimetría, de improvisación jactanciosa. Pareciera que uno de sus propósitos capitales fuese colmar de retórica complaciente a cada uno de sus homólogos en el encuentro de turno y, más aún, erguirse como el paladín más irreductible de la multipolaridad. Por eso mismo, Chávez no sabe -nadie lo sabe- a ciencia cierta si es maoísta o liberal, bolivariano o zamorista, jacobino o girondino, ceresolista o gandhiano, bolchevique o menchevique, tercera vía o Quinta vía, revolucionario o revoltoso… Todo depende del son que le toquen, de quién se lo entone, y de su episódico estado de ánimo. Como aquel personaje de Woody Allen, Zelig, se mimetiza con el interlocutor de turno.
Lo cierto es que hoy, en la ciudad de Quebec, se inaugura la III Cumbre de las Américas, y Hugo, entre los 33 mandatarios del continente, habrá de hacer gala de su afán multipolar: se le antojará intercambiar recetas con George W. Bush sobre la explotación conjunta del crudo en suelo venezolano y la visita de Rosinés a Disney; a Fox le ampliará su voluntad de ingresar al TLC e importar piñatas mexicanas; a De la Rúa le prometerá una gorra del Magallanes que diga «Quilmes» y un pronto ingreso a Mercosur; para Paniagua: tranquilidad, que el Pacto Andino sigue duro como un tótem incaico, y a Montesinos lo entregaremos en cueros, y saludos bolivarianos para Jamaica, Domi-nica, Saint Lucia, Surinam…
Hugo, en su frenética calistenia multipolar, ha ido perdiendo el sentido de la realidad y de las prioridades. Hay viajes inevitables: el de Cartagena, el de Quebec, por ejemplo, que el país entiende, pero hay otros que no son sino despilfarrar dinero en boletería aérea para encuentros de cháchara (auto)complaciente. Cada viaje necesario le da pretexto para pegar un brinquito hacia otro lado. Va a Dominicana y de regreso se mete en Cuba; va a Quebec y aprovecha para detenerse en Carolina del Norte; ya mismo va a ir a Indonesia pero como China está tan cerquita de ese país, pues allá va (¿para qué?). De aquí, con toque técnico en Venezuela, va a Rusia y luego a Irán. Hugo padece de dromomanía, manía del movimiento. Cada día que pasa se asemeja más a aquel otro dromomaníaco, Carlos Andrés Pérez.