Albert Speer, Memorias II, por Ángel R. Lombardi Boscán
«La historia considerará como criminales a los jefes militares que no actúen según sus conocimientos técnicos y políticos y según su conciencia».
Ludwig Beck (1880-1944)
«Hitler no poseía sentido alguno del humor». Rasgo patético de un hombre recluido en sus inseguridades y cuya radiografía emocional, espiritual y psicológica apenas se conoce. Albert Speer arroja información muy valiosa para elaborar el retrato clínico y psiquiátrico del Führer.
Formar parte del «anillo de confianza» del hombre que lo «sabía todo”»y cuya obsesión por la grandeza histórica fue su perdición le permitió a Speer sentirse invadido por ese halo de superioridad al que conduce el éxito. Haber sido el primer arquitecto del Reich y el súper ministro de armamentos en el momento crítico y decisivo de la guerra le llevó a generar unas Memorias en dónde no sólo se justifica sino que apenas ofrece algún tipo de empatía respecto a las víctimas del holocausto nazi. El muy manido recurso de que sólo «cumplía órdenes» como subalterno ya fue refutado brillantemente por Hannah Arendt a través de la tesis de la «Banalidad del mal».
La vanidad de Speer, que se salvó por los pelos del ahorcamiento en los Juicios de Núremberg, se traduce en el autobombo y en asumirse sin disimulo como el «segundo hombre del Estado» detrás de Hitler y como su sucesor más natural. Para ello realizó en éstas «Memorias» que comentamos muchas confesiones en torno a la lucha e intrigas entre los miembros del alto gobierno nazi siendo uno de los pocos civiles en despuntar gracias a la benevolencia del propio Hitler que le supo distinguir y beneficiar.
Hitler fue a la guerra por dos motivos. Uno, saldar una venganza ante la humillación impuesta por los vencedores de la Primera Guerra Mundial (1914-1918): Francia e Inglaterra. Y dos, emular a Carlomagno el rey de los francos y de los lombardos en el siglo VIII en los inicios del medioevo.
«Él, Hitler, era el primero, desde Carlomagno, en haber vuelto a concentrar en una sola mano un poder ilimitado. No haría uso de ese poder en vano, sino que lo sabría utilizar en una lucha por Alemania. Si la guerra no se ganaba, Alemania no había sabido salir airosa de la prueba de fuerza, en cuyo caso debería y tendría que desaparecer».
Y desapareció. Los éxitos iniciales en Checoslovaquia, Austria, Polonia y Francia en 1939 y 1940 le hicieron creer a Hitler que el triunfo era inevitable y que su razón era una razón superior correspondida en los hechos. Stalingrado en el verano de 1942 lo paró en seco. Subestimar a los soviéticos y sobreestimar sus propias capacidades le hicieron perder la Segunda Guerra Mundial a la Alemania hitleriana. La tumba del III Reich fue Stalingrado y Speer así lo confirmó.
*Lea también: Albert Speer, Memorias (I), por Ángel R. Lombardi Boscán
«La testarudez de Hitler facilitaba a las tropas soviéticas su propósito de mantener continuamente en movimiento a nuestros ejércitos; pues, a partir de noviembre, no se podía pensar en abrir ninguna trinchera en Rusia a consecuencia de la dureza en el suelo, causada por las heladas. Y este plazo de respiro para las tropas alemanas había sido desperdiciado una vez más. Los soldados estaban expuestos a la inclemencia del tiempo y carecían de toda protección. Además, la mala calidad de nuestros equipos de invierno ponía a las tropas alemanas en desventaja frente a los ejércitos soviéticos, perfectamente equipados para resistir el rigor del invierno ruso».
Hitler, como generalísimo supremo fue un fiasco. Cuando le tocó mirar cara a cara la adversidad no permitió dejarse asesorar por los más competentes. Su diletantismo y condición de aficionado en los ámbitos militares quedaron en evidencia.
Además, nos apunta Speer, que Hitler quedó anclado a una imagen del mundo algo estática cuyo referente principal fue la Primera Guerra Mundial (1914-1918). El cabo Hitler ahora era el Führer Hitler y este desdoblamiento fue tan desmesurado que le hizo perder el sentido de la realidad convirtiéndolo en una de la más grandes figuras tóxicas de toda la Historia.
«Los que rodeaban a Hitler tenían también su parte de culpa en el hecho de que éste se sintiera más convencido cada vez de poseer facultades sobrehumanas. Con arreglo a su manera de ser, a Hitler le agradaba tomar consejo de personas que vieran la situación todavía con mayor optimismo e ilusión que él mismo».
Ya sabemos que el Poder requiere de sirvientes y que esos sirvientes se mantienen bajo las consignas de la adulación sobre el que manda de manera absoluta y otorga favores. La famosa meritocracia alemana; esa disciplina virtuosa y hasta fanática, aquí adquiere otra mirada muy distinta sobre los territorios de la desolación y el oportunismo vaciado de integridad.
Ángel Rafael Lombardi Boscán es Historiador, profesor de la Universidad del Zulia. Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ. Premio Nacional de Historia. Representante de los Profesores ante el Consejo Universitario de LUZ
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