Algo salió mal, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Lo primero que debo confesar es que yo conocía al dedillo ese túnel porque de adolescente lo recorrí a pie con el grupo. Caminábamos por el pequeño borde de la acera en su interior hasta llegar al otro lado para disfrutar de las caimaneras de beisbol en un terreno baldío, convertido luego en depósito de containers que traían las gandolas desde el puerto de La Guaira.
En ese ir y venir, mientras lo atravesábamos en fila india soportando la hediondez de las aguas empozadas, el hollín que soltaban los carros y el estridente corneteo que se multiplicaba por la acústica de esa concavidad de concreto nosotros, para distraernos, tratábamos de adivinar cuántos bombillos estaban apagados o en qué lugar caía la humedad que se escurría por las grietas, ya que arriba del túnel se asentó un barrio y las aguas negras buscaban por dónde salir.
Por eso cuando Silvia y yo nos besábamos frente a su edificio en San Bernardino y los tipos nos sorprendieron, entrando con violencia en mi carro, quitándonos los teléfonos y obligándonos a permanecer en los asientos de atrás, al tiempo que alguien se hacía cargo y tomaba la autopista, al entrar al túnel de La Planicie yo sonreí, un gesto que no agradó a quien desde el puesto de copiloto nos apuntaba con la Glock marrón y que, desde que salimos venía molestando a Silvia insinuándose groseramente, amenazándola incluso con violarla, hasta que el conductor, que fungía de jefe, le ordenó que se comportara, y para que no quedaran dudas, tanto para nosotros como ellos, subrayó «acuérdense que esta vaina es un secuestro… nada más… un negocio en el que su papá, señorita Silvia, va a pagar 300 mil dólares en menos de veinticuatro horas o los matamos».
Expuesto su plan con tal frialdad el hombre guardó silencio. Al tercero, sentado atrás vigilándonos y que hasta entonces no había abierto la boca, le bastó con fijarse en nuestro indomesticable miedo para añadir: «el asunto es muy sencillo, mami… tu viejo nos entrega los trescientos mil verdes y nosotros los liberamos… Ahora, si cree que no hablamos en serio y se inventa una comiquita con la policía yo mismo le vuelo la cabeza primero a tu galán y después a ti», y presionó la punta del arma contra mi cabeza lo que me hizo vomitar dejando esparcidos en el asiento los restos de las hamburguesas y la malta que habíamos consumido en el tráiler de Las Mercedes.
Como surgido de una región insustancial de sombras, el plan de invitarla al cine, aprovecharme para besarla en la penumbra de la sala e intentar declarármele justo cuando llegáramos a su casa quedó truncado cuando aparecieron esos bichos, y tal error empezaba a endosarme una factura impagable.
Tanto que, en mitad del nerviosismo, con la chaqueta impregnada de vómito y mirando a una Silvia que se hundía entre la incredulidad y el pánico, me permití reflexionar acerca de lo que sucedía y me prometí que si salía con vida de este thriller caraqueño escribiría un breve relato porque fue precisamente en lo alto de esa montaña rusa de pura adrenalina cuando sentí que algo similar había visto en una película.
Por instante tuve la sensación de que el rostro del sujeto que nos vigilaba atrás, el mismo que explicó con crudeza de qué iba todo esto del secuestro me parecía familiar, pero había tantos sentimientos revueltos que no tuve cabeza para jugar a las adivinanzas. Era un tipo delgado, no mayor de treinta años, de cara afilada y precisa; exhibía un lunar algo pronunciado al lado de la nariz que lo delataría en caso de que Silvia y yo despertáramos de esta pesadilla y tuviéramos que declarar a la policía. Tenía una extraña manera de dialogar, con la vista alzada, mirando al frente como si hablara consigo mismo, lo que nos confundía e igual irritaba a su cómplice sentado delante –era visible que ambos no se llevaban bien– al punto de que ese sujeto, que iba de copiloto, le instó a dejar «esa guevonada de hablar solo y en voz alta como un paranoico».
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–Déjalo caer, chamo… que el loco Víctor es así, y eso que tú no pagaste cana con él… En la cárcel de Tocuyito era para matarlo porque igual decía pendejadas de día o cuando dormía, expresó en tono que apuntaba a ser jocoso y benevolente a la vez con el pana, y de esa forma intentaba bajar la tensión que empezaba a crecer entre ambos compinches.
–¿Y tú, ¿cómo te llamas, galán?, me preguntó el de la Glock, no con la boca sino con la pistola dándole tantas vueltas que no paraba de estarse quieta.
–Me llamo Frank, mi pana, respondí tratando de ganarme su amistad y ocultando el miedo.
–¡Cómo que mi pana, marico!, protestó el hombre y de seguidas me preguntó si él y yo habíamos tirado un atraco juntos alguna vez.
–Disculpa, no quise ofenderle ni pasarme de vivo… solo que yo también provengo de un barrio y manejo el mismo lenguaje, susurré.
–Verga, negro… resulta que el hombre es pana tuyo, dijo Víctor con sorna cuando en el fondo lo que intentaba era devolverle al otro el careo verbal que desde hace unos minutos los enfrentaba.
–Bueno, ¿y a este pánfilo que le pasa?, contestó el de la Glock visiblemente picado y apuntando a Víctor mientras le preguntaba si no quería morir antes que yo.
–Dale, pues, mamaguevo… Dispara, que para mí que tú no eres un profesional en esto, lo que eres es un becerro, un enfermo sexual, que has estado volteando para atrás para mobosearte a la jeva.
Lo dijo con su pistola alzada y apuntando a su interlocutor, un chico moreno, de labios gruesos y cabellos hirsutos. Cuando hablaba generaba temor. Lejos de aplacarse, la tensión entre ambos iba in crescendo. El conductor, al borde de los nervios, volvió a llamarles la atención, y ya habíamos recorrido más de la mitad del túnel, soportando esa doble presión, la de ser raptados y la de la rencilla entre los secuestradores cuando entonces entró en mi mente una idea absurda pero luminosa y rogué al cielo para que el bache de una alcantarilla que nunca han arreglado siguiera sin reparar.
Apenas percibíamos la contraluz de la salida del túnel cuando una camioneta negra que iba delante cayó justo en el hueco al que yo volqué mis ilusiones, ya que por años los funcionarios de varios gobiernos municipales se han negado o les ha sido imposible reparar.
El punto es que este incidente obligó al conductor de mi auto, donde ya íbamos super aterrados, a frenar y apostar por una maniobra que lo llevó a desviarse hacia el carril derecho para no empotrar contra la camioneta. Mala decisión. Por ese canal pasaba a toda velocidad con luces y sirena encendidas un coche policial contra el cual tropezamos hasta que ambos vehículos quedaron varados por el choque, mientras, más adelante, la camioneta negra trataba de frenar para no volcar.
Aquí no sirve comprender qué piensan policías y ladrones, sin conocerse y sin saber que circulan por la misma vía para cumplir misiones distintas. Sencillamente, apelan a los instintos. Los policías salieron con las armas en mano y el loco de la Glock marrón los apuntó. Faltó apenas esto para apretar el gatillo, de no ser que el jefe con nervios acerados le obligó a guardar el arma, quedarse en el vehículo y hacer como si nada pasara. La misma orden transmitió al loco Víctor quien nos obligó a acostarnos en el piso del carro, sin movernos ni respirar. Hasta que descendió el jefe e imaginé que se proponía marear a los policías.
–¿Qué pasó, ciudadano? ¿Por qué nos tiró el carro encima?, preguntó uno de los agentes, apuntándolo y muy molesto.
–Tranquilo, amigo. Nosotros somos del Sebin (imaginé que levantó las manos y les mostró su placa policial o algún documento)… Coño, lo que pasó fue que la puta Runner negra esa cayó en un hueco y empezó a hacer maniobras. Yo tuve que tirarme a un lado para no llegarle por atrás. De hecho, nosotros vamos a un operativo en Casalta… más bien vamos retrasados, completó el jefe en su defensa.
Imaginé también que el policía se dejó convencer y hasta quedó satisfecho con la excusa, pero se quejó de que la patrulla había quedado inservible porque al tratar de evitarlos acabó empotrándose contra la pared.
Entretanto, Silvia y yo permanecimos abajo, tomados de la mano como dos sentenciados a muerte. Cuando la miré noté que parecía desfallecer. Exhalé hondo y me atreví. Era como si hubiera estado conteniendo la respiración todo ese tiempo y lo solté. De modo que le rogué al loco Víctor si podía dejar que Silvia levantara un segundo la cabeza porque estaba a punto de caer en una crisis de asfixia por la falta de aire.
–Nojoda… Si tú y la jeva levantan la cabeza será lo último que hagan, dijo el sujeto nervioso pero amenazante. De hecho, para acentuar su molestia reafirmó sus palabras aplastando con el zapato mugriento mi cabeza presionando con fuerza hasta sentir que me torturaba.
–Déjala que suba la cabeza un pelo, chamo, para que la jeva respire… yo sé lo que es eso porque yo sufro de asma y cuando me quedo sin aire me desespero, dijo el otro, el de la Glock marrón, empleando ahora un gesto conciliador y hasta de súplica, pero no esperaba que el tal Víctor fuera un pedazo de loco de verdad, a juzgar por su reacción exasperada.
–Viste que tú no eres profesional sino un becerro… ¿tú no ves el peo en el que estamos metidos ahí, con Jairo dándole muela a los pacos y a punto de que nos descubran, y tu sales con esa mamaguevada?
–Si me vuelves a decir becerro te meto una bala en la frente y no me importa un coño que esos pajúos nos acribillan, respondió, iracundo, amenazante, el de la Glock marrón, por lo que el otro, al verse desafiado, consciente de que su compinche hablaba en serio, sacó también la pistola.
Silvia y yo juntamos las manos, sellamos nuestros labios en un ritual de despedida y esperamos sin saberlo la descarga. Que yo sepa alcancé a oír tres detonaciones y creo haber sentido también la acción inmediata de los tres policías afuera. Imaginé a uno de ellos apuntando a Jairo y ordenándole que se tirara al piso, mientras los otros dos se acercaban con prudencia al carro. «¿Estamos liberados?», preguntó Silvia en un inaudible murmullo que se mezclaba con el llanto. No hablé, pero asentí con gesto preciso. Seguíamos todavía echados en el piso del auto y yo sufría, tan aterrado como ella, porque ignoraba qué había ocurrido afuera.
¿Verdad que parecía el final? Pues no, afuera también se repitió la escena del tiroteo y allí perdimos la noción de la realidad. Tras la imparable balacera cuyo eco se multiplicó debido a la acústica del túnel sobrevino un silencio que nos aterró aún más. Pasado un minuto me llené de valor y me asomé lentamente. Lo primero que vi fue a Víctor y al otro, el de la Glock marrón, convertidos en cadáveres. Le dije a Silvia que podía levantarse y cuando empezábamos a observar para entender lo sucedido afuera se nos apareció Jairo, el jefe, por la ventana. Exhibía el semblante pálido y contraído. Bajé el vidrio porque intuí que quería decirnos algo. Recostó los brazos en el borde de la ventana hasta que finalmente habló.
–Arranquen pal coño, muchachos, que esta vaina salió mal. Miró hacia atrás donde yacían los tres policías sin vida. Y, sin despedirse, se desplomó. Silvia y yo nos alejamos del túnel en veloz carrera y tras esa trepidante aventura no volvimos a contactarnos. Año y medio después nos topamos de frente en un mall de Miami. Iba del brazo con otro galán, nos saludamos fríamente, como si nada hubiera ocurrido, y tras despedirnos yo me pregunté en verdad qué coño era lo que había salido mal.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España