Alí Bush, por Teodoro Petkoff

Como no podía ser de otra manera, Mabrush ganó su guerra rápidamente. En el primer editorial que escribimos sobre el tema, cuando comenzaron las hostilidades, aludíamos a la “confrontación entre la colosal potencia, con toda su parafernalia tecnológica de ‘guerra de las galaxias’, y un pequeño país, de 23 millones de habitantes, pobremente armado, que seguramente será aplastado en pocos días por la máquina militar norteamericana”. No podía haber sido de otra manera. Todo salió según el libreto del Pentagono.
Ha desaparecido la tiranía de Saddam Hussein y toda la gente ha podido apreciar tanto los horrores como el despreciable estilo de vida que caracterizaron su largo despotismo. Pero no hay que permitir que los árboles nos obstruyan la visión del bosque. No se movió el formidable aparato militar de Estados Unidos tan sólo para desalojar del poder a uno más de los dictadores que pueblan este mundo, varios de los cuales deben su mando, precisamente, a las necesidades de la política exterior norteamericana.
No introdujo el gobierno yanqui serías fricciones con algunos de los países más importantes de la Tierra, incluyendo aliados históricos de Estados Unidos, como Francia, tan sólo para librarse de un sátrapa sanguinario.
Tampoco es creíble que lo hiciera porque Irak amenazaba a sus vecinos con armas de destrucción masiva.
Pocos tomaron en serio los alegatos que a ese respecto presentaron Bush y Powell. De hecho, los acontecimientos han demostrado la debilidad de los argumentos utilizados al respecto y hoy el jefe de la misión de inspectores de la ONU, Blix, cuestiona la credibilidad de un equipo exclusivamente norteamericano encargado de buscar tales armas.
Muchos se preguntan si tal equipo en lugar de encontrar esas armas no hará otra cosa que “sembrarlas”.
La tiranía de Hussein, las supuestas armas de destrucción masiva, no fueron sino pretextos, coartadas. Bush se atrevió a lanzar una guerra ilegal, al margen y contra la opinión de Naciones Unidas, porque detrás hay un diseño geopolítico de largo alcance, dirigido a que Estados Unidos pueda instalarse de lleno en una región convulsionada y volátil, y que, no es coincidencia, alberga las mayores reservas petroleras del planeta, y donde tanto europeos como rusos y chinos poseen intereses de gran envergadura y una influencia política cultivada a lo largo de siglos de encuentros y desencuentros.
La mera presencia a través del negocio petrolero (que, en fin de cuentas, es adelantado por compañías privadas), o las relaciones con gobiernos cuya estabilidad está continuamente amenazada por el fundamentalismo islámico, no es suficiente para una potencia cuyas propias fuentes petroleras se agotan velozmente y para la cual ya no hay fronteras.
Para una cierta óptica de los círculos más conservadores de Estados Unidos, el Medio Oriente es tan decisivo que la idea es llegar para quedarse y los primeros pasos, después de la victoria, no han sido sino tanteos en esa dirección. Tanteos que han provocado fuertes reacciones tanto en países árabes y musulmanes no árabes, así como en las cancillerías europeas, en las cuales hay un rechazo explícito a la pretensión de Bush y su equipo de manejar Irak como botín de guerra. ¿Qué le depara al mundo esta posguerra?