Anarquía, por Teodoro Petkoff
Los tipos en verdad se creyeron el cuento. Los tipos aseguran que esto es una revolución y que ellos -y algunas ellas- están llamados a defenderla. Por las buenas o por las malas. Los viejos clásicos de donde mamaron sus líderes apuntan a que si no es por las malas, no hay forma de probar que ciertamente esto es una revolución. La ecuación es de tal simpleza, que sólo las refriegas callejeras logran insuflar el ánimo de que se avanza, porque es esgrimiendo el argumento de la defensa como se tiene la certeza de que algo existe. Esta es la trampa en la que estamos viviendo: un discurso iracundo, esquemático, automatista e incluso ignorante funciona como resorte de esos grupos que toman las calles, destrozan bienes públicos y siembran el terror, el desasosiego y la incertidumbre en la ciudad.
La chispa de la protesta es la última decisión del Tribunal Supremo de Justicia, una institución que hasta hace muy poco respondía a los designios oficiales sin chistar. Ese era el papel que el proceso le había asignado, al igual que a la Asamblea Nacional y a esos otros mal llamados poderes públicos, como la Defensoría, la Contraloría y hasta la propia Fiscalía. Pero cometieron, al menos, un error de cálculo. El TSJ y la AN no dependen de la voluntad de una sola persona. El TSJ y la AN son, de alguna forma, foros de discusión y debate, donde es muy posible -como lo está siendo- que las fuerzas internas se muevan, choquen entre ellas y produzcan nuevas realidades políticas. Pero esto es difícil de entender para Iris Varela y otros cuantos personajes del oficialismo, que amenazan con huelgas de hambre o con clausurar aquellas instituciones que se aparten del guión preestablecido.
Para los grupos que se comieron completico el irresponsable cuento de una revolución clásica en pleno siglo XXI, sólo queda la calle como escenario para las batallas que se presumen decisivas. No importa que Rangel garantice el respeto oficial a las decisiones de otros poderes o que el fiscal celebre la autonomía del Poder Judicial. Para los sectores exaltados, estos hombres del proceso pudieran estar volviéndose poco confiables. Y otras figuras, llamadas a poner orden, se hacen de la vista gorda y permiten el zafarrancho violento de estos defensores de la «revolución pacífica».
Hay algunos que deberían hablar y no lo hacen. Hay algunos que deberían mover fuerzas policiales para contener los desmanes, pero desaparecen del mapa. El oficialismo ya no es capaz ni de controlar a su propia gente.