Ángel, el enterrador, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
No lo entendí hasta el instante mismo en que sus gestos de irritación me advirtieron que venían drogados y que, a pesar de moverse con involuntaria torpeza, hablaban en serio. El error mío fue suponer que el tipo nos apuntaba con una engrapadora y eso no era para reírse, nadie ahí estaba para juegos. Ese choque con la realidad cambió mi actitud ante la vida. Protegí a mi hija entre mi cuerpo y el tablero del intercomunicador.
No pregunté si era ese el final, o el de Raquel o el de mi niña de apenas nueve meses. «Tirotea a ese güevón», ordenó, el Flaco, un tipo de aspecto miserable, nervioso, cabellos en desorden y ojos desorbitados. Para dar fe de que su sentencia era inapelable se quedó mirándome a la cara y como alegato final de su veredicto dijo: «Tú nos ves cara de payasos… marico… o a ti te dan ganas de reír los atracos?».
El otro, el Negro, le obedeció y me apuntó primero a la cabeza, luego descendió paulatinamente (como el travelling de la cámara de cine) hasta recorrer mi espalda y detenerse en las piernas. Venía el disparo. Pero fue ahí, en mitad de tal indecisión, cuando saqué fuerzas de esa zona del terror —que te paraliza e impide hablar— para disculparme. Le hice entender que me había reído porque los confundí con un empleado de la empresa de distribución de textos escolares ubicada en la entrada del edificio. «Chamo, te lo juro… creí que era el pana de la librería que siempre anda con esas jodas», dije juntando mi voz a algo parecido a la súplica y omitiendo, debido a mi desesperación, lo que quizás hubiera sido el mejor argumento: que nunca había visto una pistola plateada. Me escuchó sin verme y cuando hube terminado le dijo al Negro: «Coño… dale el tiro, nojoda, ¿qué estás esperando o se lo doy yo?».
Tal vez lo que le incomodaba al Flaco era que lo que planearon como un golpe certero, rápido, ejecutado tras aspirar coca y beberse unas birras, atravesando luego el puente de La Yerbera en plena seis de la tarde y hacer lo que tenían previsto se prolongara demasiado.
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De manera que la pistola volvió hacia mi cabeza y esto no era como en el cine. Cualquiera que haya experimentado la tensión de un asalto cometido por unos degenerados quizás me conceda la razón: nadie pasa por su cabeza ninguna peliculita de sus años, tal y como nos lo vende Hollywood. El tipo tensa hacia atrás el dedo en el gatillo y a ti se te nubla la mente. Apenas oirás un estallido, pero nunca verás la bala salir. Nada de nada. Ni playback de cuando hiciste la primera comunión o te graduaste de bachiller, ni la sonrisa de tu madre cuando llegabas del primer día de clase ni el beso de la novia de tus 12 años. Te disparan y ya. Imagino que luego se oscurece y no habrá nadie que proteste, nadie que se levante de la butaca y se vaya a su casa tranquilo a proseguir su rutina, porque no se trata de un espectáculo. Es la cruda realidad.
En tales cavilaciones me entregaba yo después, echado en la cama y preguntándome si alguna vez llegaré a descifrar la razón del lento accionar del Negro al levantar el arma y estar a un tris de jalar el gatillo, como si esperara que ocurriese lo inaudito lo que hizo posible que yo ahora lo recuerde. ¿Enviado del cielo? ¿El número premiado de la lotería que nunca tuve ocasión de jugar? No lo sé. Lo único que recuerdo fue que dijo buenas tardes y esparció un olor a colonia Yardley en un espacio reducido donde solo se sentía el olor del miedo. Iba de chaqueta azul nueva como si hubiera llegado a su primer día de trabajo. «Quieto, maricón, no te muevas», le gritó el Flaco —no hacía falta que lo hiciera— que a partir de entonces lo asumimos como el jefe y trataba de sacar el anillo de boda del dedo de Raquel, tras haber vaciado su cartera y apropiarse de las tarjetas bancarias.
Ocurrió como se los estoy narrando, no sé si en ese mismo orden. Minutos antes, mi cuñada había pulsado el timbre para que bajaran y le abrieran. Lo hice yo porque el maldito intercomunicador no abre desde el apartamento y vine por ascensor con la niña en brazos. Pero, en lugar de entrar al edificio, nos quedamos charlando en el largo pasillo que da a la calle. Allí fue donde nos sorprendieron y cuando se afanaban en esquilmarnos apareció nuestro salvador. Alto, de unos 50 años, exceso de gomina en el cabello y muy educado al hablar. El hombre llevaba un bolso negro de mano. Nadie lo sabía, pero dentro de ese bolso traía el cambio del libreto de lo que supuso sería el final de mi película.
«Tranquilo», dijo, aturdido por el asombro y levantó los brazos, mientras los asaltantes cambiaban la dirección de sus pistolas. «Negro, revisa esa vaina», ordenó. El Negro abrió el bolso y ¡sorpresa! en su interior retozaban un montón de billetes y lo mejor: había una pistola. “¿Eres paco?, increpó el Flaco con sus malos modales y la respuesta pudo generar otra sonrisa, pero yo había pasado apuros por tal acto de distensión, así que pasé de la hilaridad a la sensatez. «No, hermano… qué voy a ser yo policía… yo trabajo en una funeraria», contestó y explicó que venía a dejarles dinero a una pareja que vive en el edificio. «Les traigo esa plata porque ellos hacen el turno de la noche en la funeraria Los Caobos y necesitan efectivo, por si acaso», dijo. El Negro salivó como el perro de Pavlov y le preguntó: «Ah, eres enterrador de muertos, pero ¿y ese yerro?».
Con la serenidad con la que entró al edificio Torregón, en la esquina de Plaza a Ricaurte, en San Agustín del Norte, donde vivíamos, el señor cambió la respuesta por un ruego.
«Hermanos, llévense la plata… y aquí están mis tarjetas, pero, por favor, esa pistola era de mi viejo que me la dio antes de morir… es el único recuerdo que tengo de él…. sáquenle la cacerina y me la dejan ahí tirada». El Negro mostró cierta debilidad al punto que se conmovió; no obstante, para el jefe la petición le resultaba ofensiva y protestó. «Bueno, ¡qué coño pasa aquí! ¿Tú tampoco sabes lo que es un atraco?», aludiendo con su pregunta al incidente anterior conmigo. Habló molesto, como si citara un manual del atracador: «Se los voy a decir muy claro, el que tiene el arma es quien decide qué hacer o no», y le indicó al Negro que se llevara el bolso completo y, tras mirarse más con aire de confusión que de complicidad, intercambiaron gestos —probablemente ya ensayados— y echaron a correr. En la huida, el Negro le preguntó: «¿No íbamos a quebrar al otro?». «No, no, no…, chamo, deja esa vaina así, arranca que esta vaina salió mal… nos tardamos burda».
Se esfumaron, pero nosotros permanecimos sin movernos cerca de un minuto o más. Tras asimilar el susto, entramos al edificio y juntos pulsamos el botón para llamar el ascensor. Pasada la conmoción, el hombre casi llora por la pistola del papá. Me quedé mirándole y buscando la forma de agradecerle su aparición bienaventurada, o como en un intento por disfrazar la dicha de estar vivo, le pregunté. «¿Cómo se llamaba su papá?». El hombre me observó algo confuso, fuera de sí, se tomó su tiempo, respiró profundo y dijo: «Ángel, como yo. Ángel González. Murió de cáncer hace dos años». Las puertas abrieron, ingresamos y ya dentro hablamos de la inseguridad que hay en Caracas y de cómo ya no se puede conversar en la puerta del edificio. El ascensor se detuvo en nuestro piso, nos despedimos de Ángel, que saldría en el siguiente. No contestó. La puerta se cerró y no lo volvimos a ver. Solo ahora, echado en la cama, sonriendo por esta extensión de vida que hipotéticamente me habían concedido, me pregunto si alguna vez escribiré acerca de esa tarde inusual en la que un enterrador de muertos me salvó de ser enterrado.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España