Annus horribilis, por Fernando Mires
«1793». Libro no apto para personas que aman la tranquilidad espiritual y el dulce estar. Pero si usted quiere saber más acerca de esa cosa rara a la que llamamos condición humana –es decir, seres capaces de alcanzar la sublimidad de los ángeles pero a la vez una malignidad que avergonzaría al más satánico– debe leerlo inmediatamente.
De partida un bombón: una bulto en el agua que no es un bulto sino un cadáver mutilado, un ser a quien han sido arrancadas las extremidades, los ojos y las orejas antes de morir. Lo encontró semiflotando en inmundas aguas el guardia borracho Mickel Cardell quien llevó su descubrimiento a la casa Indebetousica (cuartel de policía) cuyo jefe encomendará las investigaciones a un abogado más cerca de la muerte que de la vida: el flaco, pálido y tuberculoso juez Cecil Winge.
La insólita amistad sellada entre Winge y Cardell –pareja octavonónica equivalente a la de Scherlock y Watson del siglo XX– comienza en la morgue cuando ambos coinciden en la contemplación del cadáver al que bautizan provisoriamente con el nombre de Karl Johan. Desde ese momento inician una larga búsqueda (casi 500 páginas) en busca del asesino, detalle formal que ha servido para incluir la mega primera novela de –anoten el nombre, cuesta aprenderlo – Niklas Natt och Dag a quien de ahora en adelante, para abreviar llamaremos NNoD. Búsqueda que inducirá a los supuestos entendidos a incluir «1793» en el género de la “novela negra”, lo que solo es parte ínfima de la verdad.
El tenebroso crimen y su descubrimiento cumple otros fines para NNoD. El más notorio, y así lo indica el título, mostrar una Suecia cuyas clases dirigentes comienzan a reaccionar con terror sueco al terror francés (no es juego de palabras). En enero de «1793» fue decapitado Louis XVl. En octubre lo seguiría María Antonieta. Los derechos humanos franceses nacieron empapados de sangre parricida, regicida y homicida. La monarquía del nuevo rey Gustavo lV, heredero del asesinado Gustavo lll en ese baile de máscaras que inmortalizaría la opera de Verdi, muestra signos de histeria.
El antiguo régimen tiembla sin que aparezca la posibilidad de un nuevo régimen. Todas las personas cultas, racionales, lógicas, son sospechosas de abrazar el credo republicano. Es la hora de la represión, de los agentes secretos, de las torturas más infames. Chivatos, soplones, delatores, anidan por doquier y como suele suceder, son reclutados en los más bajos estratos, sobre todo en esas turbias tabernas que frecuenta Cardell, quien con su brazo de madera – un recuerdo de la idiota guerra que Suecia declaró a Rusia (1788-1790)– asesta golpes letales a los más renombrados matones.
Todo eso nos indica que el carácter policial de la novela está muy por debajo de su carácter político, y a la vez, mucho más abajo de su carácter social. No es novela negra, es más bien roja: roja como la sangre.
Gracias a la prosa sencilla pero imaginativa de NNoD, nos enteramos de la horrorosa miseria que asola las capitales europeas. Estocolmo es solo una representante. Callejones oscuros, acumulaciones de basura, gente que hace sus necesidades en las calles, mierda por doquier, infecciones sin curación, gangrenas, infaltables pestes. Todo eso contrastando con una nobleza degenerada, cuyos vástagos sodomizan a la servidumbre, orinan en las bocas abiertas de sus víctimas, golpean, matan, pisotean. Los relatos del Marqués de Sade, al lado de la Suecia de «1793», parecen una obra angelical.
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Naturalmente, bajo esas condiciones, la profesión femenina hegemónica es el más desenfrenado puterío. Y existe en su más variada flora. Desde cortesanas superpintadas, pasando por el camuflaje de las vendedoras de frutas, hasta llegar a hembras escuálidas, obligadas a trabajar en los lugares más repugnantes que es posible imaginar. En las palabras de Cardell: “Aquí las niñas no han aprendido a andar cuando ya se están abriendo de piernas”.
La corrosión de los cuerpos no tarda en manifestarse en la corrupción de los hábitos. Por un momento parece que Estocolmo confirma aquella tesis de Aristóteles que dice: “Sin leyes que rijan su conducta, el ser humano es la más abyecta de las especies”. El problema es que leyes había, pero quienes debían hacerlas cumplir eran precisamente los seres más corruptos de la ciudad. Las leyes buenas no bastan si quienes deben hacerlas cumplir son gente mala, pequeño detalle que olvidó Aristóteles. Tampoco había moral, o algo parecido. Sus encargados religiosos parecían ser enviados del mal sobre la tierra.
Y sin embargo, aunque parezca imposible, NNoD cree en el ser humano. Nos muestra que, aún bajo esas abominables condiciones, como si fueran rosas nacidas del barro, hay seres rectos.
El rudo y borracho Cardell por ejemplo, mantiene una bondad natural que nadie sabe de dónde le viene. Y el magistrado Winge (¡qué bien logrado personaje!) ha aprendido del siglo sus luces y no del terror jacobino desatado en nombre de la revolución. Un maestro del pensamiento, un abogado de la razón, un amante de la lógica y un servidor tenaz de la justicia. Un hombre capaz de abandonar a la mujer que ama para no hacerla sufrir con la muerte que lo cerca. Alguien con la capacidad intelectual para entender un monstruo humano criado por otro monstruo. Winge vive su vida como permanente agonía y, ni aún al borde de la muerte, desmaya.
Hay también mártires: el joven aprendiz de cirujano Kristofer Blix obligado a convertirse en asesino no pudo soportar su vida. Pero sobre todo, la niña Sanna Spina, simbolizada en la novela como la representante de una vida que termina imponiéndose sobre la muerte.
Uno lee la gran y grande novela (¡es solo el primer tomo!: ya ha aparecido el segundo: «1794») y no puedo sino pensar en la Suecia de hoy, ejemplo de sociedad justa, mantenedora de un estado de bienestar, en sus ciudades tan limpias y en sus tranquilos y silenciosos ciudadanos. Entonces uno se reconcilia con el mundo, cree en el desarrollo y en el progreso, e imagina que ese infierno del año «1793» ha quedado atrás. Todo muy bien, hasta que enciendo el noticiario en la tele.
Miles, cientos de miles de sirios huyen de una región incendiada por Putin y Erdogan. Veo los campos de concentración de los emigrantes. A pleno día por supuesto. Pero ¿cómo son esas noches ahí, donde no hay alcantarillas ni agua potable? ¿Cuántos tratantes de blancas se aproximan con sus camiones a contratar “carne fresca” destinada a satisfacer los instintos más perversos de los consumidores europeos? Los más jóvenes, mano de obra barata, podrán quizás saltar los cercos. Los mayores, las mujeres cargadas de hijos, no.
Hubo un tiempo en que esa gente tuvo hogares, modestas casas, tal vez gallinas, un par de vacas, algo que comer. Hoy vagan en interminables caravanas como sonámbulos en medio de implacables bombardeos. Son los deshechos de las guerras, los “daños colaterales”, los que nadie quiere en sus ciudades, los miserables, los pobres de la tierra, los abandonados, los parias de este mundo. Escucho hablar a un sirio flaco como un faquir: “los guardias turcos nos robaron casi todas las cosas que teníamos”. Luego agregó: “y las que nos quedaban, nos las robaron los guardias griegos”.
Por mientras, VOX y otras monstruosidades políticas llaman a defender a Europa de “las nuevas invasiones bárbaras”. Termina el noticiero como comenzó: con el coronavirus. Vuelvo entonces a abrir el libro. «1793». Pienso entonces que después de «1793» ha habido muchos «1793». Quizás «1793» fue un año como cualquier otro en la historia humana. Tal vez 2020 es otro «1793»: ¡annus horribilis!.
Niklas Natt och Dag es un hombre que no se parece demasiado a su novela. Bien parecido, de elegantes ademanes (proviene de una familia aristocrática) Es, además, un excelente músico y cantante. Su «1793» ha llegado a ser un éxito de primera línea en los países escandinavos, en Inglaterra, en Alemania y España. Con esa sola novela ya ocupa un lugar privilegiado en el llamado “boom” literario escandinavo (más bien noruego-sueco) donde figuran nombres de la talla de Henning Mankel, Stieg Larsson, Camilla Läckberg, John Ajvide Lindqvist, Jo Nesbo, Karl Ove Knausgard, y varios más. En esa elite faltaba sin embargo alguien que representara a la novela histórica. Ahora lo tenemos: Niklas Natt och Dag. Solo con “1793” es dueño indiscutible de ese espacio. Un verdadero fenómeno.