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Ante el Cristo de los universitarios, por Gustavo J. Villasmil-Prieto



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Ante el Cristo de los universitarios
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Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillamil99 | marzo 20, 2021

Twitter: @Gvillasmil99


Si algún lugar de la maravillosa síntesis de las artes que es la Ciudad Universitaria de Caracas fue privilegiado por la obra de Francisco Narváez es la Facultad de Medicina. A los murales en cerámica que engalanan los pórticos de los institutos Anatómico y de Medicina Experimental hay que sumar, entre otras piezas, la magnífica escultura en madera de caoba que nos recibe cada mañana a los que ejercemos la asistencia y la docencia en el Hospital Universitario: me refiero a La dama durmiente, tallada posiblemente en el primer cuarto del siglo pasado.

Hace unos días estuve merodeando por los alrededores del Instituto Anatomopatológico que lleva el nombre del gran José Antonio O’Daly. Una de las esquinas del noble edificio, justo frente a la fachada oeste del hospital, da acceso a la pequeña capilla consagrada a santa Bertilia, permanente intercesora por la salud de los enfermos. Fui a rezar. Me hacía falta. Valeria, la solícita sacristana del templo me recibió amablemente haciéndome pasar. Tan pronto entré apareció ante mí, imponente y magnífica, la imagen del crucificado con la que Narváez obsequiara a esta pequeña capilla en 1950: es el Cristo de los universitarios.

De rodillas en el reclinatorio contemplé admirado la poderosa composición obra del gran artista plástico margariteño.

Inmensa y sobrecogedora, la imagen de El Salvador del mundo levita desprendida del árbol de la cruz y rodeada de ángeles. «Dios mío, Dios mío», musité con salmo 22 en los labios, el mismo que nuestro Señor entonara en su agonía, «¿por qué me has abandonado?!.  El viejo estetoscopio Littmann® pesa sobre mi cuello como el madero de aquella cruz que el Mesías cargara camino al Calvario. La bata blanca me envuelve como un velo sin verónica. Extenuado y dolido, como tanta gente en estos tiempos, camino tratando de soportar sobre los hombros lo que me toca de la carga de Venezuela y de sus culpas, mientras que con más traspiés que fortuna busco el rostro del Cristo en el escupitajo cotidiano que me ofende y en las espinas terebrantes de un país transitando su viacrucis que van clavándose, una a una, en mi frente. Eli, Eli, lama sabactani: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

*Lea también: Féminas, por Marisa Iturriza

Estoy cansado, hastiado, a decir verdad, hasta la coronilla de todo esto. Harto de ver venezolanos puestos espalda contra espalda, de la degradación absoluta de la vida pública, de la banalización del horror, de la connivencia habitual con la maldad. Miro entonces a los pies del crucificado que al duro madero estuvieron clavados; miro sus manos horadadas, la expresión ahora serena de su rostro y la herida abierta en el costado derecho que con su lanza le hiciera Longino, amplia como la toracotomía de un residente novato. Entiendo entonces que no hay salvación sin cruz y que Venezuela es el nombre de la mía. Como entiendo también que la vida es misión y que esta es la que a mí me toca. Sí. Estoy cansado. Hastiado y hasta la coronilla de esto. ¿Quién no?  Pero hay que seguir.

La duda y el titubeo son lujos que un médico venezolano no puede permitirse en estos tiempos. Me llamo entonces al orden mientras evoco la letra de otro salmo, precisamente el que sigue al anterior, el 23: «El Señor es mi pastor, nada me faltará».

Abandono apresurado la pequeña capilla. Un despreocupado conductor ha estacionado su carro cerca, ignorando el riesgo que corre de encontrarlo sobre cuatro bloques cuando regrese. Sin voces que retumben ya entre sus muros vencidos, poco queda que recuerde los tiempos en los que el Instituto Anatomopatológico fue una de las instituciones señeras en la investigación y la enseñanza de la patología en Venezuela e Iberoamérica. De la intensa vitalidad científica y académica de entonces hoy tan solo sobreviven, como sus últimos testigos, el guachimán de la puerta y el fiel y famélico can que le hace compañía. Muy poco más. Es lo que queda de mi universidad y de mi país.

Apuro el paso. Hoy es día de revista de sala en el hospital y no está bien llegar con retraso. Una vez más toca subir el calvario junto a los que en este país cargan con la cruz de su enfermedad a cuestas.  Duro camino que, al fin y al cabo, es el único que a mí me queda. Desengáñense los que por ahí soñaron con «salidas» mágicas o intervenciones al estilo Panamá. O los que aún esperan por unos «salvadores de la patria» que aparezcan subidos a un tanque de guerra una madrugada de estas.

Con Venezuela a cuestas hay que seguir, abriéndole los caminos que hoy no tiene. Aquí no habrá salvación sin cruz como tampoco redención indolora.

Mi grupo clínico empieza hoy la ronda por la sala 99. Llego corriendo, convencido de que nada me faltará. El Señor nunca abandona a sus criaturas.

Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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