Apagón en Venezuela, su propio ensayo sobre la ceguera
La Venezuela en tiempos de chavismo es una donde los servicios públicos no están garantizados. A diario es común que la electricidad falte en alguna parte del país, especialmente hacia el occidente, que es la cola del sistema eléctrico interconectado. Pero lo ocurrido a partir del jueves 7 de marzo de 2019 rompió todo antecedente. La historia del país con las mayores reservas certificadas de petróleo, cuyo desarrollo eléctrico llegó a ser la envidia del continente y aún hoy es el más robusto de la región, al menos en papel, se partió ese día a las 4:50 de la tarde
Fotos: Hugo Pasarello Luna
Desde hace más de una década se había advertido que el colapso podía llegar. En 2007, por primera vez en la historia, la generación eléctrica en Venezuela dejó de cubrir la demanda nacional. Más nunca pudo ser recuperada. Por eso el país vive apagones descentralizados, intermitentes, intercambiables. Un territorio que no puede permanecer del todo encendido, pero que hasta ahora nuca se había apagado por completo.
El miedo de tantos especialistas se cumplió ese jueves cuando un suspiro se escuchó en Caracas, de asombro, de pena, de duda. En otras ciudades como Maracaibo la reacción fue otra: de hastío, de otra-vez-lo-mismo; o Carora donde el “hoy no tocaba” se impuso como evidencia de que la costumbre es más fuerte.
“Ojalá llegue rápido para irme a mi casa en el Metro”, soltó una mujer en la capital. Enjuta y encorvada, la señora se acomodó en el último resquicio de un banco de concreto a las afueras de la estación Miranda del subterráneo caraqueño. Aquel vestigio de urbanidad, siempre desocupado y manchado, era refugio de quienes se quedaron varados. A su lado, Augusto decía estar tranquilo pues a sus 70 años ya lo había visto todo en Caracas. Estaba equivocado.
La caída del servicio eléctrico fue total, completa. Adiós luz, pero también señales telefónicas celulares. Solo algunas zonas quedaron cubiertas, gracias a plantas de reserva en antenas de transmisión, particularmente en los alrededores de edificios sedes de las dos empresas del sector que no controla el Estado. “Es nacional, se apagó todo”, gritó un muchacho al leer el último tuit que pudo actualizar antes de quedarse sin servicio móvil.
Nadie lo sabía, pero iniciaba una historia de días que pondría a prueba a todos y que, aún hoy, no deja de escribirse.
La tarde terminó de caer el jueves cuando las calles aún estaban inundadas de transeúntes huérfanos de transporte público. En la capital, el servicio superficial está golpeado de muerte, pues solo circula a duras penas el 20% de la flota total de autobuses. Durante los últimos tres años, la tarifa controlada y el galope de la hiperinflación ha hecho imposible mantener rodando unidades que dependen de repuestos importados y de lubricantes carísimos, impagables.
Marianella tuvo que dormir en una estación de tren, en la que tomaría el vagón que la llevaría hasta Charallave, a las afueras de la capital. Llegaron con la paciencia de quien se sabe secuestrado por la falta de alternativas. Pero los rieles nunca se energizaron. Tocó dormir en el suelo, al amparo de la Policía Nacional Bolivariana que se mantuvo de guardia, tan asustada como los demás.
Algunas líneas telefónicas fijas aún servían, pero no había a quién llamar. En Venezuela el 40% del consumo de datos digitales –reporta la Comisión Nacional de Telecomunicaciones– es para usar la plataforma Whatsapp, pieza clave en el intercambio entre quienes se fueron y quienes aún están, en una nación con una diáspora mayor a los cuatro millones de personas. Esa cantidad superior al 10% de la población que ahora está en otras fronteras se vio imposibilitada de comunicarse con los suyos.
Y pasaron las horas. Cada quien viviendo su particular era premoderna. Quienes tenían velas aprovechaban la penumbra. Quienes no lo previeron, lo lamentaban en la oscurana. Solo algunos privilegiados podían mecerse en la felicidad de contar con planta eléctrica, amén de la mínima porción de hospitales y clínicas que mantenían sus lámparas funcionando.
Patricia sonríe ahora, pero entonces lloraba. Pasadas las 10 de la noche del jueves, el dolor le sacaba lágrimas. Había iniciado trabajo de parto, y temía que el suministro de emergencia se agotara en cualquier momento. Tuvo suerte. Dio a luz, sin ella.
Ana María no. Tenía pautado un procedimiento quirúrgico en el Hospital Universitario de Caracas, pero no fue atendida. Una planta auxiliar apenas alimentaba la Emergencia y otra la Unidad de Cuidados Intensivos. Si una fallaba, movían a los pacientes a la otra hasta que lograran reconectar.
Tener suministro alterno no era garantía. En el hospital Domingo Luciani, al este de la capital, el generador a gasoil tardó tres horas en comenzar a funcionar, y lo hizo al cuarto intento.
Ninguna de esas realidades era compartida. El primer día de un apagón es una experiencia casi individual, de ajustarse, de afinar la vista, de esperar el destello. Los siguientes son de comunidad, de solidaridades, de encuentros, de la obligatoria certeza de contar con el otro. De sobrevivir.
Cuando comenzó el viernes en las calles de la capital ya había personas caminando, inadvertidos de que el gobierno de Nicolás Maduro había decretado el día como no laborable a escala nacional. Después de todo, las transmisiones oficiales por los medios de comunicación le hablaban –casi– a la nada. Y sin conectividad, el 60% de la población que habitualmente se informa por las redes sociales, según estadísticas de la ONG Espacio Público, estaba a ciegas.
La falla se había registrado en la Central Hidroeléctrica Simón Bolívar, conocida simplemente como Guri. Caracas se surte también de otras fuentes generadoras, al menos en teoría. La planificación original del Sistema Interconectado Nacional deja en manos de las tres centrales hidroeléctricas al sur del país el 60% de la generación nacional, con un entramado de 21 termoeléctricas supliendo el resto. Así se alimenta un enjambre de cables que transmite y distribuye la energía a todo el país, complementándose.
Pero la falta de mantenimiento, los planes de desarrollo nunca concretados, los proyectos dejados a su suerte y las corruptelas asociadas a la inversión en el sector han dejado minusválido al sistema. Por eso Guri provee el 80% de la electricidad, como lo admitió el gobierno. Por eso una falla allí deja a oscuras a buena parte del país.
La otra se apaga porque la generación térmica es más que insuficiente. En octubre de 2018, la Asociación Venezolana de Ingeniería Eléctrica había advertido que menos de la mitad de las 20 turbinas de Guri estaban operando y que las termoeléctricas estaban paralizadas u operaban tan solo al 15%. Crónica de una muerte anunciada.
Y no llegó antes porque la economía chavista ha destruido las empresas básicas de Guayana –otrora principales beneficiariarias de Guri– y otros parques industriales, convirtiendo la demanda en un asunto meramente residencial. “Así cambió violentamente la estructura del mercado, que ahora es fundamentalmente residencial, como en Cuba. Es luz para vivir y no para trabajar”, ha dicho el exviceministro de energía eléctrica Víctor Poleo.
Todo había sido advertido, incluso desde 2010 en un documento de la Universidad Simón Bolívar: el colapso puede ocurrir. La sordera gubernamental retumbó el viernes 8 de marzo, cuando a las 11:38 de la mañana se fue la luz en toda Caracas de nuevo, ahora para no volver más durante al menos 48 horas, si acaso.
Ahora sí que no había escapatoria. Y comenzaba el miedo y la contingencia. Mientras el Estado movilizaba camiones de combustible para surtir los pocos centros de salud con planta generadora, de los cuales solo funcionaba el 50% según la ONG Médicos por la Salud, en las casas la preocupación era por la comida.
Eran momentos de recordar todos los consejos de abuela: la carne una vez descongelada no se puede volver a congelar, mejor cocinarla y comerla toda que guardarla, las recetas para salar alimentos también son capaces de conservarlos mejor, el hielo con agua salada se descongela más lento.
Laura no recordó ninguna, y en su casa la cocina es eléctrica como la de todos sus vecinos en el edificio de Los Palos Grandes donde reside. El orgullo de poder tener alimentos en el refrigerador se convirtió en una carga. Tuvo que regalar comida antes de perderla. El resto la cocinó en la casa de una desconocida que tenía hornillas a gas.
Otros se aferraban a la idea de que volvería la luz. Lo importante era mantener los alimentos refrigerados. Así comenzó el trajín por hielo, cuya demanda empujó los precios de cada bolsa conforme pasaban las horas. 3.300 bolívares a las 10 de la mañana. Seis mil al mediodía. Tres dólares a las tres. Cinco dólares a las 4:30. Diez verdes al cierre del día. Ya nadie quería bolívares, inútiles cuando la economía no tiene suficiente efectivo para el intercambio y cuando los montos superan cualquier fajo de billetes.
La preocupación de Valentina no era por condumios, sino por dosis de insulina. Sin refrigeración se dañan. Su abuela no puede permitirse perder sus dosis, en un país con 90% de escasez de medicinas, con una Emergencia Humanitaria Compleja y con remedios comprados en el exterior co mucho esfuerzo. Los tubos terminaron repartidos en cavas ajenas, entre pedazos de pollo y vegetales. Solo uno debió ser desechado.
Al caer la noche Caracas vivió su noche más oscura. La estampa era la de una ciudad postapocalíptica, muerta. El complejo Parque Central era una sombra, una silueta apenas de una modernidad perdida. La avenida Bolívar que se extiende desde allí hasta El Silencio, escenario de tantas consignas de revolución victoriosa, era un pasillo ciego. Algún vehículo cruzando el asfalto, una motocicleta a toda velocidad, y silencio. Las únicas luces del trayecto, fugaces y en desbandada.
Al fondo, los retratos de Simón Bolívar y de Hugo Chávez coronando la estructura nunca terminada del Palacio de Justicia, un “elefante blanco” pero negrísimo esa noche. Ellos tampoco veían, ni siquiera lo que tenían más cerca: la estatua del Bolívar Civil, con su piel de metal oscura, que era tragado por la noche.
En la avenida Urdaneta que conduce al palacio presidencial había otro ambiente, igual de oscuro pero más bullicioso. Tampoco había luz, pero sí muchas personas en la calle. Civiles resguardando esquinas, “colectivos” reunidos con sus motocicletas como guardianes de una pax tenebris. Cada mirada era un escrutinio. La desconfianza era norma. Las armas al cinto parecían un requisito.
El cerco de seguridad en Miraflores, la sede del Ejecutivo, se había ampliado a dos calles. Desde la última esquina, a lo lejos, se veía un palacio en penumbras pero con ventanas iluminadas gracias a una planta eléctrica y su ronroneo de privilegiados.
En la plaza O’Leary no había un alma. El sueño modernista del arquitecto Carlos Raúl Villanueva vencido por el delirio del chavismo. Pero desde allí se abría un portal hacia San Martín, donde la intranquilidad era protagonista. La avenida estaba llena de escombros, botellas rotas, piedras. Era el escenario de una guerra que se libró entre saqueadores y vecinos, que defendieron los comercios a sabiendas de que si eran destruidos no renacerían. No hay economía que soporte el vandalismo. La situación escaló con la policía y sus blindados, hasta que llegó la calma al menos cinco horas después.
Hacia el este, un supermercado en La Florida fue asaltado para despojarlo de su inventario de licores. Y más allá, en Parque Humboldt, otro comercio fue vandalizado, por hambre, desespero y delincuencia, todo junto.
Al este de la ciudad la oscuridad no era distinta. Sin tregua para nadie, urbanizaciones y barrios vivían la ciudad igual de negra. En Petare, la favela más grande del continente, algún vehículo con sus luces altas iluminaba fugazmente la fachada de la miseria. Una escena quizá irrepetible. Ojalá irrepetible. En terreno fértil para la violencia y la delincuencia, esa noche descansaron los gatillos.
El contraste total estaba en Altamira, donde los edificios de clase media servían de telón de fondo de un encuentro sobrevenido e insólito. Allí había señal celular y decenas de vehículos se apostaban para que conductores e invitados pudieran tener cómo comunicarse hacia afuera del país. Adentro, casi nadie podría atender. Entretanto, se dispuso una discoteca improvisada con carros encendidos que ponían la luz y la música, mientras sus dueños bebían y navegaban las redes sociales. Para algunos venezolanos cuando es sábado “el cuerpo lo sabe”.
El domingo amaneció con muertes. Ya se calculaba una decena de personas fallecidas por causas adjudicables directamente al apagón, a escala nacional. La cuenta llegaría a 21 en total. En las redes sociales comenzaban a circular videos de espanto, incluyendo el de unos médicos manteniendo con vida a un pequeño con ventilación manual pues el respirador automático dejó de funcionar cuando su batería interna no aguantó más espera. Así también le ocurrió a Gabriela con su niño prematuro, que sobrevivió gracias a que ella hizo turnos con un médico de guardia para apretar aquel globo de plástico; y a Claudia con su hermana ya adulta, pero también vulnerable.
Pasaban las horas. 72. 96. Después de tanto tiempo a oscuras el tiempo cambia su manera de ser contado. Se mide en víctimas, en lágrimas, en pordioses. Y en escenas de película.
Margaret pensó que sería para siempre, que la ceguera de Saramago le había llegado. Sara lo vivió en piel ajena cuando su hija de tres años le dijo que no podía ver; sus ojos servían, pero no había cómo mostrarles nada. Paulimar vio carne tirada en la calle ya en descomposición, mientras ella misma aprendió a cocinar con leña. Daniela releyó al Gabo y se sintió en Macondo, pero sin lo mágico. Ángel subió a la montaña a buscar agua en un manantial pues en su casa el bombeo dejó de existir. Emma salió a regalar comida a quien viera en la calle con hambre, pues ya no podía guardarla. Yeni pudo beber agua fresca luego de 17 horas gracias a un viejo vecino. Alfredo prestaba su carro encendido para que otros cargaran sus teléfonos. José recibió queso, jamón y frutas gratis al no tener cómo pagarlos y con el compromiso de volver para saldar la deuda. Gabriela alimentó a su hija con galletas para que no crujiera más su barriga. Lucy no se bañó en cuatro días y medio. Santiago lloró a la distancia, en Chile, cuando pensó que no volvería a saber de su mamá.
Mientras, con cada nueva caída se producía una oscuridad distinta: las pocas radios de la ciudad con planta eléctrica las tenían exhaustas y el dial se fue vaciando hasta que solo se escuchaban apenas cuatro voces, dos con música para bailar y dos con propaganda chavista.
El domingo en la noche comenzaron destellos, y algunos sectores de Caracas se iluminaron. El centro de la capital, como no ocurría en mucho tiempo. El canto de “victoria” ante el supuesto sabotaje imperial cibernético y electromagnético sobre un sistema que los expertos afirman es analógico, fue con derroche.
Los días que siguieron fueron de intermitencias, de sentir que llegaba la lotería, de diferenciarse de quienes quedaban atrás a la espera de un rayito de luz. La capital se prendió, se apagó y se volvió a encender, pero hubo estados que sobrepasaron las 120 horas sin flujo. Incluso en la urbe aún hay sectores muertos, desesperanzados ya, quedándose solos.
El servicio eléctrico de Venezuela, manejado por el chavismo, quizá nunca vuelva a la “normalidad” previa al 7 de marzo, una marcada por la inequidad en el servicio, los constantes apagones en las regiones y la prioridad de Caracas a expensas del “monte y culebra” del interior. Una decisión política. Ahora será con esquemas de racionamiento más fuertes. Vargas sigue sin luz, luego Trujillo, después Táchira. Y así.
Los caraqueños jamás olvidarán el apagón más largo de su historia, ni tampoco la consecuencia más directa: la ausencia de agua que ha obligado a bregar el líquido en fuentes naturales y en torrentes con dudosa calidad, como el sitio donde Willmer recogió el martes en la mañana, al borde del contaminado Guaire, “pero ni de vaina me la tomo”. Dos heridas que seguirán frescas y abiertas porque el Estado no tiene cómo suturarlas.
Cuando salió el sol, cuando los bombillos sonrieron, el drama era y es otro: las secuelas humanas y materiales de una ciudad colapsada, de un país arruinado, de una sociedad al borde, de un gobierno en las últimas.