Aquella noche triste, por Alexander Cambero
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Aquella noche el dolor era tan grande como estrellas existen en el firmamento. Un terrible accidente con un saldo de cuarenta muertos había causado escozor en una comunidad tradicionalmente tranquila. Conmemorábamos el día de la juventud cuando la noticia convirtió al rumor en cruel realidad.
Duaca era un cúmulo de informaciones que rebatían la anterior. Cada persona tenía una teoría de lo acontecido. La gente esperaba la lista de los fallecidos para saber si algún familiar estaba entre ellos. Las emisoras de radio de Barquisimeto emitían boletines a cada hora. Todo aquello era tan inusual que cada uno andaba con rostro de asombro.
Uno de los peores accidentes ocurridos en toda la historia venezolana tenía de protagonista a nuestra población porque fue de acá en donde partió el autobús que chocaría en las cercanías de Barquisimeto. Los cuerpos achicharrados los fueron colocando en la carretera, casi todos irreconocibles. Por la acción del fuego se redujeron de manera sustancial. En bolsas de polietileno fueron introducidos los cuerpos para posteriormente llevarlos a la morgue del hospital central Antonio María Pineda de la capital larense. Toda una escena dantesca entre socorristas y curiosos con el morbo de catapultar la desgracia para transformarla en cuentos baladíes de tiempos de chanza.
En una de las noches más dolorosas en la Duaca de los cuatro siglos. Los cadáveres fueron traídos hasta la iglesia San Juan Bautista de nuestra población. Cuarenta ataúdes colocados en varias filas. La gente llenó el lugar buscando nombres en cada urna. Un olor penetrante a químicos impregnaba al templo. La plaza Bolívar y sus alrededores estaban abarrotados. Se hablaba en voz baja, entre abrazos y llantos. No importaba si entre aquellos desafortunados seres no existía un miembro de la familia. Por aquella noche todos lo fuimos. Era como vestir de luctuoso el estrujón de fin de año. Unos instantes tan dolorosos que de allí nadie se movía. Una solidaridad refrendada en la adversidad que tocaba las puertas del pueblo.
Luego un espectáculo lúgubre. Comenzó tímidamente a llover, el cielo se puso oscuro. Era como si desde las alturas soltaran lágrimas por la desgracia. Sonaron campanadas mientras una caravana de coches fúnebres recorría algunas calles de Duaca. Todos, perfectamente alineados de impecable negro sobre una calzada un tanto mojada, lentamente seguían su curso.
Entre la muchedumbre, la policía les abrió paso frente al templo y la carrera seis. En hombros del pueblo fueron sacando los ataúdes para llevarlos al cementerio.
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Eran las dos de la madrugada cuando una multitud siguió los coches hasta el camposanto. Allí no existían diferencias políticas, sociales, religiosas o de otra índole. Por esa noche todos, absolutamente todos, fuimos uno.
Cada quien llevaba su solidaridad en lo profundo del corazón. Íbamos imaginando a los seres perdidos. Quienes salieron de sus casas rebosantes de vida para encontrarse con la muerte. Cuarenta víctimas del infortunio. Aquellos que nunca regresaron y que eran los protagonistas de miles de oraciones.
En el cementerio, una retroexcavadora habría un gigantesco hueco para la fosa común. Murieron juntos y sus huesos se fusionaron para permanecer en el mismo lugar.
Alexander Cambero es periodista, locutor, presentador, poeta y escritor.
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