Aquello que no se dice, ser «gente bien»: la novela de Carolina Jaimes Branger
Ingeniera, articulista y educadora, Carolina Jaimes Branger publica con Editorial Planeta Colombia su primera novela Aquello que no se dice. A través de la familia Alcántara Valderrama, protagonista de la trama, expone las excentricidades y los abusos de las clases dominantes en tiempos de la dictadura de Juan Vicente Gómez. Un retrato que hace eco en la Venezuela de hoy
Dirigida por una matriarca, una familia se jacta de su abolengo. En el espacio público y privado, los miembros del clan Alcántara y Valderrama elevan la finura de su sangre, se regodean en la dignidad de su estirpe y ramifican la gloria de sus genealogías. Arborescencia con la que resuelven dudas y construyen identidad de clase. Los que en tiempos de la colonia española se hacían llamar mantuanos en la capitanía, no sólo por los velos que embozaban sus apellidos castizos, sino también por las Cédulas Reales que ennoblecieron sus genes, en la dictadura de Juan Vicente Gómez se conocen como godos —también como aduladores del déspota—. Los grandes señores, los descendientes de conquistadores, los que detentan poder económico y escudos de armas saben que, en el ardid de la repetición, aplebeyan —¡asco!, que plebeyos no son— lo grotesco, lo torcido y lo contrario que también los distinguen. Una y otra vez la misma cantaleta de la pureza para renegar de la chusma que pare negros, pardos y zambos; para abjurar de todo dios que no haya muerto en la cruz; para domar al populacho bárbaro, sucio e inculto que, sin la tutela de un guardián, no se encamina al progreso; para escribir el culto a los héroes, o sea, ellos mismos; para generar conocimiento sustentado en sofismas de raza, geografía y positivismo. Y pese a los libros que propagan mensajes de opresión, una recurrencia pone en vilo sus verdades: «¿Cómo hace uno para saber si alguien es gente bien o gente mal?».
Este es el interrogante que Aquello que no se dice, la primera novela de la escritora caraqueña Carolina Jaimes Branger, plantea al lector. Más allá del refinamiento de los modales en la mesa o de la opulencia de vestidos, la identificación de la casta hegemónica en la Venezuela de principios del siglo XX se revela a través del honor. Una categoría que suscita no pocos engreimientos teóricos: entendida como un crisol donde convergen el buen predicamento, los bienes materiales y el ejercicio del poder desde las cúpulas políticas, administrativas y militares. Es, asimismo, un vehículo que permite la continuidad de un linaje y, por añadidura, la perpetuación de sus prerrogativas. El libro muestra unas mentalidades que, pese a la lejanía de las fechas en las que se desarrolla la diégesis, se superponen hasta el punto de arropar al «pata en el suelo» que los amos desprecian. Tal como asegura el historiador Luis Felipe Pellicer en Entre el honor y la pasión, investigación histórica publicada por el Fondo Editorial de Humanidades de la Universidad Central de Venezuela, el honor teje un sistema de valores que garantiza la autoridad de los grupos privilegiados y «se desliza de escalón en escalón hasta la base del edificio social, vulgarizándose. Lo encontramos difundido en todos los sectores, los que carecen de él y los que lo poseen».
El libro muestra unas mentalidades que, pese a la lejanía de las fechas en las que se desarrolla la diégesis, se superponen hasta el punto de arropar al «pata en el suelo» que los amos desprecian.
Cecilia Valderrama de Alcántara es el personaje principal de la novela por concertar el destino de los suyos, por las maledicencias y los daños que ocasiona a todo aquel que no está a la altura de su copete, por los respingos de nariz en cuanto el tufo de la pobreza franquea la puerta trasera de su residencia de campo: Villa Cumaná. Escenario tropical donde sus abusos, bajo la sombra de los guásimos, se agazapan. Ella articula un sinnúmero de intrigas, socaliñas y falsedades con el único fin de preservar el brillo de sus nombres. Aunque para lograrlo transgreda leyes, ¡y crímenes comete!, la defensa del honor la reclama. Nunca baja la guardia no sea que, en el aleteo de un abanico o en el cortejo de un caballero, se cuele el mulato de nariz ancha en su salón de té. Y es que la estratificación de entonces se sustenta en los prejuicios raciales de los blancos hacia el resto de los estamentos de la sociedad —diversos per se—. Sí, la blancura es proporcional a la dignidad de la persona. Mientras más clara es la tez de una muchacha más finos son su belleza, su donosura, su saber estar. Porque el color de la piel determina no sólo el funcionamiento de una buena casa, sino también la calidad de quien la habita. Virtud principalísima de la jerarquización —emparentada, por cierto, con la «limpieza de sangre», lastre ideológico de la época colonial que calculaba la estimación de un individuo según el origen de su cuna: española, negra o india—.
Con su listón mirando al cielo, que es también radar de moralidades, las que ella carece, porque hipócrita y embustera es, Cecilia mide y gradúa la calidad del amigo de fiesta que empina el codo junto a su hijo Ramón, de profesión borracho; del diputado arribista que pretende la mano de su primogénita; de la lavandera que embelesó al menor de sus varones con su piel de níspero. Contra ella, que es negra, por ser negra, volcó su ira y, con la lava de su odio, devastó su limitado mundo —un ranchito en Los Chorros proscrito del edén de la oligarquía—. Pero Cecilia no sólo juzga al vulgo que la reverencia y teme, sino también a los de su propia línea. Por ejemplo, su hermana gemela que, por ser fiel a sus convicciones, amar sin la transacción mercantil entre patrones, toma las de Villadiego. Huir se convierte en el recurso de las disidencias para burlar sometimientos e imposiciones de género. Porque uno de los aciertos de Aquello que no se dice es la exposición de los discursos normativos que por siglos ha oreado el despotismo de ellos… los hombres.
Leída desde una perspectiva feminista, la novela pinta un retrato nada opaco del patriarcado, explicado por el historiador francés Ivan Jablonka como «un sistema donde lo masculino encarna lo superior y a su vez lo universal, en beneficio de una mayoría de hombres y una minoría de mujeres. Es el sexismo institucionalizado bajo la forma del prestigio y la trascendencia; su cultura es la masculinidad de dominación». En este contexto saltan de las páginas los problemas inherentes de este sistema que produce subjetividades por medio de la diferenciación y distribución sexual del trabajo. La lista es larga: control de la mujer y su confinamiento en la cuadrícula de lo doméstico, Cecilia se encarga no sólo de formar los nuevos ciudadanos del país, sino también de administrar las finanzas del hogar; masculinidades tóxicas, Eduardo Alcántara es el pater familias, irresponsable que derrama su simiente, seis hijos fuera del matrimonio prueban su hombría, porque el macho es macho en tanto fecunda bastardía; homofobia y filias, Francisco es el tercer retoño Alcántara Valderrama, claudica al crimen nefando después del beso de un sacerdote bajo el techo de la iglesia católica que venera, también pintor, gracias a una taumaturgia del arte, resucitó a un monstruo por su deseo necrófilo…Y todo esto enmarcado en la dictadura de Juan Vicente Gómez.
La sola mención revive el autoritarismo y las arbitrariedades del general tachirense que subyugó a un país en ciernes. Bajo la bota de Gómez, Venezuela se abría sin preparación a las riquezas después de descubrir bajo su suelo yacimientos de petróleo. El mandamás representó a la perfección esa «necesidad fatal» o mano dura que, según el periodista y escritor Laureano Vallenilla Lanz, inspiró terror en Hispanoamérica para mantener la paz de las naciones: «el caudillo ha constituido la única fuerza de conservación social, realizándose aún el fenómeno que los hombres de ciencia señalan en las primeras etapas de integración de las sociedades: los jefes no se eligen sino se imponen», se lee en El gendarme necesario. «La gente bien» de Carolina Jaimes no cuestiona su gobierno. Al contrario, es cómplice y secuaz a conveniencia porque no atenta contra el orden que la encumbra.
Conocedoras de represiones, no podía ser de otra manera, sólo unas pocas mujeres de Aquello que no se dice se sublevan al statu quo —valentía de primeras feministas—. Con una declaración Leonor responde la pregunta que inicia este texto: «¡Estoy harta de que todo en este país gire alrededor de Gómez! Harta de la hipocresía de todos, empezando por la de mamá. Ella no quería que Emma se casara con Daniel porque tenía dos hijos naturales. Pero no tiene el menor empacho en sentarse a compartir con Gómez, que ha tenido sopotocientos… Y después se llena la boca diciendo que somos gente bien». Leonor lo tiene claro: la gente bien no consiente injusticias, la gente bien nunca se prosterna ante un tirano —lo combate— «la gente bien» de Aquello que no se dice, no está bien.