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Aquí está el hombre, por Gustavo J. Villasmil-Prieto



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Hospitales quirófanos
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Gustavo J. Villasmil-Prieto | @gvillamil99 | abril 16, 2022

@Gvillasmil99


«Y cuando Jesús salió fuera, llevaba la corona de espinas y el manto de púrpura. Y Pilato les dijo: «¡aquí está el Hombre!”»

Jn 19: 5

La contemplación del rostro del Nazareno representado en la venerable talla sevillana del siglo XVII que cada Miércoles Santo sale en procesión a hombros de la grey caraqueña, evoca en mi espíritu de creyente la misma pregunta año tras año: ¿dónde está hoy el Cristo para correr a buscarlo? “Ecce homo” – “aquí está el Hombre”. Fue lo que exclamó el célebre procurador romano ante quien fuera presentado un judío flaco y barbado lleno de moretones, cubierto apenas con un manto púrpura y una corona de espinas y que decía ser cabeza de un reino que no era de este mundo. Tras juicio sumarísimo, con arreglo al mejor derecho procesal de la época, ese mismo procurador – Pilato- lo mandó a clavar en dos palos de madera aquella misma tarde, dando por saldado el asunto.

«Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer, tuve sed y ustedes me dieron de beber. Fui forastero y ustedes me recibieron en su casa» (Mt 25:35).

Me basta con recorrer las salas de mi hospital – este gólgota de diez pisos en el que decidí un día venir a vivir- para reconocer aquel mismo rostro en el enfermo hambriento y con sed que con la mirada perdida clama la piedad de todo aquel que a su cabecera se acerca, abandonada toda esperanza en un país que echó al olvido toda forma de piedad.  Seguro estoy de que aquí, entre mis enfermos, está el Cristo.

La pasión de Dios humanado se verifica a diario en estas salas de hospital público en los cuerpos doloridos de estos pobres enfermos dejados en la cuneta de la Venezuela “chévere” que fiestea en tepuyes y yates de lujo anclados en las playas de Los Roques. Cada alusión al país que “se está arreglando” y que busca “diálogos constructivos” en cuyas minutas nunca aparecen estos desdichados, rompe en la piel de estos enfermos como el flagrum romano que 39 veces – como lo recoge la tradición – fuera descargado sobre la espalda del Nazareno, expresión de una Venezuela en la que los últimos de la fila sufren día a día las consecuencias de la vida en una pobreza que no escogieron.

Ofende como un salivazo al rostro del país que aquí yace cada declaración de empresarios agradeciendo por la “apertura” de una economía que lo único que produce son pobres. En Venezuela lo que se hacen son negocios y no inversiones, que son las necesarias para generar bienes, servicios y empleos de calidad; “negocios” que solo sirven para convertir a unos pocos “vivos” sin talento ni fuste, pero con el “enchufe” conveniente, en multimillonarios de la noche a la mañana. ¡Qué lejos están de esta otra, la Venezuela de piel escaldada tras dos décadas de chavismo, la de miles de familias desesperadas que echan mano a lo poco que tienen para, vendiéndolo, obtener algún dinero con el cual tratar inútilmente de cubrir los gastos del hijo, padre, madre, hermano o cónyuge enfermo! ¡Qué distinta aquella de esta Venezuela condenada a vivir con el salario mínimo más bajo del mundo y a depender de los pocos dólares que otra Venezuela sufrida – la de los 7 millones de connacionales peregrinos por el mundo- puede penosamente hacerle llegar a través una cada vez más insuficiente remesa!

Lea también: Contradicciones frente al cambio climático, por Fabián Echegaray

Como duele también, más que el lanzazo de Longino en el costado del Crucificado, cada declaración surgida en ciertos contubernios políticos reunidos lejos de estas salas, que celebran la pretendida «recuperación” de una Venezuela en ruinas en la que se mueve dinero, pero entre minas ilegales, lavadoras financieras, puticlubes exclusivos, bodegones y antros de alta gama que alaban la “normalización” de un país en el que se contratan cantantuelos pagados en dólares, pero que depende de la ayuda internacional para dar de comer al 15 % de sus niños desnutridos. No se le busque más entonces, que aquí está.

¡He aquí al hombre! Aquí yace el Cristo, en el rostro de cada venezolano enfermo dejado a su suerte por la revolución que prometió redimirle. Aquí está, tirado sobre la cubierta de pegajoso plástico de un viejo colchón lleno de polillas, aplastado por el peso de la cruz de su enfermedad, sin más verónica ni cireneo que el ser querido que a su cabecera llora y sufre en silencio por las falencias de una sanidad pública desportillada. En esta sala de hospital, como en tantas otras por toda Venezuela, se yerguen las cruces de los venezolanos azotados por la enfermedad en tiempos de revolución, tan lejos del festín de la riqueza mal habida que sin ningún pudor exhiben por el mundo quienes la detentan.

Nadie del poder vendrá a ver de ellos prometiendo marchar vestido con túnica violeta, en pos del Nazareno, el Miércoles Santo. Porque en Venezuela, el drama de la enfermedad es absolutamente privado y cada familia lo vive en soledad, rodeando y protegiendo a su enfermo con las arterias obstruidas, el tumor diseminado, el riñón insuficiente, el corazón agotado, el fémur roto y los pulmones desechos, en medio del más crudo desamparo. “Dios mío, Dios mío”, me voy preguntando en mi recorrido por entre las camas de mi sala mientras evoco el mismo doloroso salmo – el 22 (21)- que en su agonía recitara el Crucificado, “¿por qué los has abandonado?”.

Sí, aquí está. Tendido en cada una de estas camas está el hombre que busco. En el calvario de cada hospital público venezolano yace el Cristo. No me hace falta ir más lejos para encontrarlo.

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