Arde la frontera, por Teodoro Petkoff
Al igual que los linchamientos, la creación de cuerpos armados privados por parte de algunos ganaderos de la frontera con Colombia, es una respuesta comprensible, aunque sea equivocada y, al final del día, un remedio peor que la enfermedad. Porque ella habla de la quiebra del Estado venezolano en cuanto a su obligación de garantizar niveles adecuados de protección a los ciudadanos, en este caso los de la frontera. Quien no se siente razonablemente protegido por el Estado, cree justificado el recurrir a la justicia por mano propia. Sin embargo, como lo demuestra la trágica experiencia de Colombia, la creación de cuerpos armados privados, se transforma, muy velozmente, en parte del problema y, ni de lejos, en su solución. Por supuesto que los secuestrados o secuestrables, así como los «vacunados», sólo podrían desistir de su empeño si en lugar de promesas y discursos fueran testigos de una acción eficiente y contundente por parte de las autoridades. Pero, responsablemente, no podemos dejar de llamar la atención sobre el tiro por la culata que amenaza a los promotores de la idea de las «autodefensas». No estaría de más señalar, también, que es el respaldo de las Fuerzas Armadas y, al comienzo, de los poderosos cárteles de la droga, dentro del marco de una situación de guerra, lo que explica tanto la aparición como la impunidad y la brutal «eficiencia» de los paramilitares colombianos. En nuestro caso, luce como muy difícil que la Fuerza Armada venezolana pueda involucrarse en esa clase de actividades. De hecho, el Estado venezolano no debería ni podría hacerse el loco frente a la aparición de grupos policial-militares privados. Además, también la cuestión de las «invasiones» debe ser atendida desde el punto de vista de la ley. Ese es un asunto que no puede quedar en manos sólo de los invadidos y de los invasores, para que lo resuelvan a tiros, mientras las autoridades voltean para otro lado. En este caso, la desaprensión del Estado sería la única responsable de la violencia, si es que ella se hace presente. Las declaraciones del señor Otto Ramírez, ganadero del Táchira, deben ser oídas como una solicitud de auxilio, un grito de desesperación. Si el Gobierno no sale al encuentro de esta angustia, proporcionando la seguridad policial y militar necesarias, y, por su parte, los ganaderos de la frontera llevan a cabo sus propósitos, entonces, dentro de muy poco, no sólo el Gobierno sino el país todo, tendrá un nuevo y mayúsculo dolor de cabeza. La necesidad de atender prontamente este problema se acrecienta con el desarrollo del Plan Colombia. Si, como ha sido advertido, la aplicación de este plan podría rebotar muy negativamente sobre los vecinos de Colombia, la urgencia de robustecer la presencia de nuestro Estado en la región fronteriza adquiere el rango de máxima prioridad. Si se intuye, con razón, lo que puede pasar en los próximos tiempos con la escalada de la violencia militar y guerrillera en Colombia, entonces no vayamos a acordarnos de Santa Bárbara sólo cuando empiecen los truenos