Argentina: entre el bolsillo y el cerebro, por Fernando Mires
A Nestor D`Alessio: In Memoriam
Para casi todos fue sorpresivo. Aunque para una minoría muy politizada, no tanto. De alguna manera los que leemos cartas demoscópicas, aunque no seamos profesionales en la materia, hemos aprendido a trabajar con tendencias más que con números. Y en ese punto hay un principio que casi nunca falla. Dice así: cuando una o dos semanas antes de la elección los números crecen en dirección ascendente hacia un candidato, lo más probable es que su porcentaje será mayor al supuesto. Así de rápido iba el tren electoral de Alberto Fernández.
Lo sorpresivo fue que Fernández no solo duplicó las apuestas. Las triplicó, por decir lo menos. Tanto así que solo los milagreros dentro de las filas de Macri creen hoy en la posibilidad de una recuperación. Quieren imaginar que el domingo 11 de agosto el pueblo votó para castigar, pero no para elegir, como si el pueblo fuese un genio que se las sabe todas. Mas, aun suponiendo que así hubiera sido, hay otra constante demoscópica a la que convendría prestar atención. Es la siguiente: cuando en primarias un candidato obtiene un porcentaje como el de Fernández, produce dos fuertes efectos: entusiasmo en las filas vencedoras y derrotismo en las perdedoras. Dos efectos más contagiosos que la lepra. De ahí que no sería surrealista pensar que en la segunda vuelta Fernández podría incluso aumentar la votación de la primera. Carlos Pagni, que sabe mucho, ya lo adelantó.
Incluso Fernández está recibiendo ayuda de donde menos esperaba. La “guerra sucia de los mercados” de cara a las elecciones presidenciales podría traerle lo que hasta ahora le faltaba: un sentimiento de solidaridad ciudadana frente a la injerencia del “capital extranjero”. Los cristinistas bailan felices al son de los tambores “enemigos”
No vamos a entrar aquí en detalles. Los siempre bien documentados analistas argentinos nos informan de cada vericueto de la cosa pública de su nación. Y no es fácil seguirlos. Mucho nombre, una cantidad increíble de intereses encontrados, rencillas mezquinas enlazadas con tremendos proyectos ideológicos. Que Macri no le hizo caso a Monzón, a Cornejo o a Prat-Gay. Que Durán Barba hizo una pésima asesoría. Que Carrió se deja llevar por su imposible optimismo. Que la talentosa Vidal no logra recuperarse de la derrota que le infligió en Buenos Aires el cristinista Kicillof. Que Lavagna, el tercero de la discordia, hace planes lindos para su futuro político. Y otras colillas de la historia. Pero hacia afuera del país solo reluce ese abrumador 47,66% obtenido por Fernández al lado de ese desolador 32,09 que parece haber sepultado a Macri en una fosa que no tiene nada de común.
La primera pregunta fue entonces: ¿por qué perdió Macri? O mejor: ¿por qué perdió Macri de un modo tan feo? Hasta hace un año los propios contrarios calificaban a su gestión como aceptable. La respuesta mayoritaria es sin duda de tipo económico. La feroz crisis, producto de la contracción derivada del alza de las tasas de interés y de la revaluación del dólar en los EE UU, dejó al estado con 8000 millones de dólares menos y de paso liquidó la que iba a ser la guinda de la torta macrista: pasar a la segunda etapa: la distribucionista. Pero cuando llegó el momento de la segunda etapa no había un peso que distribuir. Más todavía, Macri no pudo hacer otra cosa sino recurrir al FMI, algo que siempre había denostado.
Naturalmente, la debacle desajustó los presupuestos de la gente. El poder adquisitivo, sobre todo el de las clases medias asalariadas, se vino al suelo. De ahí que la conclusión generalizada hacia el exterior del país después de las primarias fue: los argentinos piensan con el bolsillo. Puede que así sea, pero ni más ni menos que en otras partes de este mundo tan terrenal.
Y al llegar a este punto hay que caminar despacito por las piedras pues el tema trasciende a Argentina. Tiene que ver con la relación política que se da entre el bolsillo y el cerebro
La relación bolsillo-cerebro no es por cierto lineal. Hay casos de países en crisis en los cuales, aún a pesar de duras penurias, los ciudadanos mantienen una cierta lealtad a sus gobernantes. En cambio, a Macri no solo le dieron las espaldas. Los votantes lo abandonaron dando portazos, como diciendo: preferimos un gobierno corrupto a uno egoísta. ¿Entonces la culpa la tiene Macri? En parte, solo en parte, sí.
Macri pertenece a esa camada de políticos tecnocráticos que creen en la relación instrumental que hipotéticamente se da entre economía y política. Para ellos la política está determinada por la economía. En eso, aunque algunos se asusten, no se diferencian de los marxistas. Mientras para los marxistas la determinación se da por el lado del desarrollo de las fuerzas productivas, para los “neoliberales” (no me gusta para nada el término, pero hay que llamarlos de algún modo) el desarrollo de los mercados lo determina todo. Hasta el punto que dan por supuesto que la ciudadanía se contentará con el simple muestreo de índices alegres.
¿A Macri le faltó entonces capacidad comunicacional? No está tan claro: Macri no es un super-político, pero tampoco una nulidad. Sabe expresarse bien y sus explicaciones suelen ser racionales. El verdadero problema de Macri lo describió mejor que nadie el articulista de La Nación, Joaquín Morales Solá: “Es cierto que el Gobierno hizo obras públicas como no se vieron en los últimos 50 años. La administración de Macri empezó a resolverle la vida a la gente de la casa hacia afuera (también en cuestiones de seguridad), pero se la complicó hacia adentro. Exactamente al revés de lo que hacía Cristina, que le mejoraba la vida hacia dentro de la casa (dólar barato, créditos para electrodomésticos, subsidios sociales), pero no pudo nunca solucionar el afuera”. En otras palabras, durante Cristina a los argentinos no les faltó billullo, aunque fueran emisiones sin fondo.
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Macri, nadie lo niega, invirtió más que suficiente en el sector público y en el social (¡no confundirlos!) pero no llegó al nido de toda economía nacional, al interior de los hogares, ahí donde lápiz en mano verás lo que vas a poder hacer con lo que queda para el mes. Y así es: no pocos ciudadanos actúan políticamente de acuerdo al alza o baja de su poder adquisitivo y, desde su punto de vista, tienen razón: porque si no hay guita no hay pan. Pues el poder adquisitivo es, queramos o no, un poder: poder vestirse, poder comer, poder pagar el arriendo, poder llevar una vida digna y decente. Un poder tanto o más importante que el poder político.
Maquiavelo, despiadado conocedor de la condición humana, escribió: “Los hombres pueden aceptar la pérdida de un padre, pero no la de un patrimonio”. En el caso de un ciudadano corriente, la frase podría ser reformulada: “los hombres pueden aceptar la pérdida de un poder político, pero no la de su poder adquisitivo”.
El ser no es el tener, dijo Erich Fromm. Pero sin tener no hay ser, podría responder el hombre común. Hipotética respuesta que nos hace regresar a la pregunta: ¿piensan los ciudadanos (no solo los argentinos) con el bolsillo?
Puede incluso que eso tampoco sea tan cierto. Sobre todo, si tomamos en cuenta que entre el bolsillo y el cerebro está el corazón. Ese órgano receptor que nos induce a querer ser tomados en cuenta, ese ánimo que se indigna cuando es reducido a cifra, a objeto intercambiable, a simple factor productivo.
A veces he citado una anécdota. Lo voy a hacer de nuevo: Fue en el año 2008, el de la brutal crisis que asoló al mundo financiero. Cuando en Alemania, siguiendo el mal ejemplo de otros países los ahorrantes comenzaban a hacer filas para retirar sus menguadas inversiones, apareció el rostro televisivo de Merkel hablando con suma tranquilidad. Dirigiéndose a los ahorrantes más modestos aseguró que su gobierno se comprometía a proteger todas las libretas de ahorro. Hecho insólito porque nunca las libretas de ahorro habían estado en peligro. Pero a la vez simbólico. Con esas palabras Merkel se dirigió a los menos adinerados diciéndoles que no estaban solos, que su gobierno estaba al lado de ellos y que haría todo lo posible por protegerlos. En esos días tan críticos, pese a la baja transitoria del poder adquisitivo, la popularidad de Merkel subió considerablemente.
La canciller demostró así que no basta una gestión exitosa si un gobierno no sabe llevar un mensaje al corazón de la gente. Eso fue lo que no supo hacer Macri en los días aciagos de la crisis
Cerebros y bolsillos aparte, hay un caso excepcional en la historia Argentina. La transición política ha comenzado antes de la elección presidencial. De modo prematuro ya aparecen algunos signos del inmediato futuro. Macri prepara las maletas para viajar a la oposición, muy disminuida pero sólida. Fernández está dispuesto a comandar una alianza de poder enorme pero dividida en dos fracciones: la de la izquierda centrista que él representa y la de la izquierda –más populachera que populista– de Cristina. Presenciaremos – se puede decir desde ya– dos luchas paralelas. La que tendrá lugar entre macrismo y gobierno y la no menos interesante, en el seno mismo del gobierno, entre el albertismo y el cristinismo.
Lo importante por el momento es que en Argentina ha emergido un cierto orden político. Todo lo precario que se quiera, pero orden al fin. Por una parte, el principio de la alternancia ha sido ratificado. Por otra, la geometría política occidental: izquierda – centro – derecha, ya ha sido informalmente instituida. Hay entonces algunas razones para ser moderadamente optimista. Alberto parece no ser Cristina y Macri está muy lejos de ser un Bolsonaro argentino.
Sobre esos temas volveremos a ocuparnos en octubre.