Autorichavismo, por Teodoro Petkoff
Uno de los próceres de la patria bolivariana, parafraseando al Che Guevara, apuntaba que en las revoluciones siempre ocurren cosas extraordinarias. ¿Y a propósito de qué este alarde de originalidad? Pues a propósito del anuncio presidencial de que el MBR-200 va a ser organizado nada menos y nada más que desde el propio Palacio de Miraflores. Según este criterio, esas cosas poco ordinarias son propias de las revoluciones y debemos admitirlas con naturalidad. Pues bien, en el supuesto (negado, desde luego) de que aquí hubiera una revolución (que sólo existe en el afiebrado discurso del propio Hugo y en más nada), ella ha venido presentando como su logro más extraordinario la Constitución. Ese librito azul -o «la bicha», como ahora la denomina Chávez, probablemente sin darse cuenta de una de las connotaciones del término, referida al llamado oficio más antiguo de la humanidad- establece unas reglas de juego supuestamente «revolucionarias». Lo «extraordinario», pues, se ejecutaría a partir de la normativa establecida en ese magno texto.
Precisamente, para superar los males de la Cuarta, la bicha deja claro que los funcionarios públicos no pueden estar al servicio de ninguna parcialidad, sino del Estado (artículo 145). La idea es impedir que el partido, o la alianza de ellos, que gane el gobierno, utilice este para sus fines particulares, en desmedro de los intereses del conjunto de la nación y del Estado. Utilizar el gobierno para crear un partido, así sea el de la «revolución», lo único que tiene de «extraordinario» es el cinismo de quien lo propone y de quienes lo convalidan con argumentos retorcidos y especiosos.
Adicionalmente, la bicha, denunciando una práctica que este país había adoptado (y que es normal en todas las democracias del mundo, cual es la de financiar las actividades electorales de los partidos con fondos públicos), prohíbe muy específicamente el financiamiento de «las asociaciones con fines políticos» con fondos provenientes del Estado (artículo 67). Bueno, la Cuarta subsidiaba las campañas electorales de los partidos, pero la Quinta va más allá: subsidia la organización misma de un aparato político del gobierno. Como bien señala el secretario general del MAS, en esto, además de la violación de la bicha, hay peculado de uso. Lo «extraordinario» sería convalidar esta práctica, a la que la Cuarta jamás se atrevió a llegar. Otros regímenes (tanto de izquierda como de derecha) produjeron esas abominaciones que fueron los partidos únicos, así como la estrecha imbricación de estos con el Estado. Lo «extraordinario» de ellos fue su colosal fracaso. El que se pretendía «milenario» quedó enterrado bajo las ruinas del bunker de Berlín donde se suicidó Adolfo Hitler, y el que se vanagloriaba de que con él comenzaba la verdadera historia literalmente se desvaneció con el cósmico derrumbe de la Unión Soviética. Aquí, desde luego, estamos lejos de regímenes de esta naturaleza, pero imitar ese rasgo que les fue tan propio, de confundir partido y Estado, sería una verdadera aberración