Avísale a mi contrario, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Escoltado por el sol de las dos y media de la tarde que traza mi sombra mientras camino, me desplazo por el carrer de la Riera Baixa, toda solitaria, sin transeúntes alrededor, ignorando que estoy pasando por una de las calles más violentas de Barcelona como las del barrio Raval. Me lo dice, por su reacción del otro lado del teléfono, el abogado que me ha citado para una reunión y a quien, al darle mis coordenadas, sentí como si mi respuesta le hubiese provocado un infarto.
A los de afuera les aviso que el Raval arrastra fama de zona roja debido a batallas escenificadas con disparos, cuchillos afilados y machetes. Historias de muertes que suelen protagonizar algunas bandas para transar asuntos territoriales de drogas y prostitución. Los telediarios les sacan el jugo a esas peleas al exhibir los videos que graban los vecinos asustados desde sus ventanas.
*Lea también: El viaje fantasmal de Imelda, por Omar Pineda
Al igual que todo forastero que atraviesa tierra ajena yo no advierto tal clima de hostilidad, hasta que un sujeto, sin camisa y un palillo en la boca, aparece tras abrirse la puerta negra metalizada de un edificio derruido y, como si le hubiese estado esperando, le grita en tono desafiante al joven que pasa en una bici que le diga a Tony que «esta noche estoy aquí». Ante la voz afrentosa, el otro, lejos de amilanarse, lo mira con desdén, más bien como con rabia. La escena me recuerda a «Duelo al amanecer», y por un momento confundo al tipo sin camisa con el bigotudo Lee Van Cleef en el filme rodado en los desiertos de Arizona donde un Clayton malencarado solo vive para atrapar al criminal Philipp Wermeer, acusado de asesinato.
Sorprende que en Barcelona ocurran eventos que los latinoamericanos hemos padecido mucho antes de que Gabriel García Márquez escribiera Crónica de una muerte anunciada. Como no tiene más nada que hacer, el hombre sin camisa me observa y saluda con un movimiento vago de la cabeza que traduzco perfectamente como ¿y tú, ¿qué buscas aquí?, pero hago como si no le entiendo y prosigo mi marcha hasta abandonar el lugar.
Algo semejante me ocurrió a mis dieciséis años cuando me aventuré aquella tarde a acompañar a Jazmín, una compañera del liceo hasta su casa en la Cota 905. Nos tardamos en la despedida hablando naderías, de manera que al descender por la única calle –que no me fijé cuán empinada era cuando la subí con Jazmín– unos tipos que bebían ron, amparados en la creciente caída de la noche gritaron algo para provocarme. Solo cuando escuché por tercera vez que habían dicho «mira, marico… que te estoy hablando», sentí que no podía fingir más y tomé la peor decisión: voltear para encararlos, aprovechando la ventaja de estar fuera de su alcance porque había caminado lo suficiente a pasos agigantados. De pronto un tipo con gorra de los Leones del Caracas sacó la pistola, me apuntó y les juro que nunca pude recordar cómo hice para volar y llegar a mi casa cuando sonó el disparo o eso creo haber oído.
Esa noche, en la cama, todavía asustado y repasando en cámara lenta lo sucedido me preguntaba si el disparo fue al aire o intervino quizás la mala puntería. De todo eso aprendí dos cosas: no responder a las ofensas si se está en desventaja y que la arrechera de Jazmín duraría para siempre dado que, por temor a quedar como un cobarde nunca le conté lo ocurrido, por lo que me valía de las excusas más insólitas para no acompañarle más.
Para ese entonces sonaba una salsa pegajosa de Tito Rodríguez en la radio que pregonaba «avísale a mi contrario que aquí estoy yo». La tarareo mientras evoco la escena de esta tarde en el Raval y me detengo en esa parte de la canción que dice «… después no quiero que diga que di la rumba y no te invité», y al hacer una pausa me pregunto qué habrá sido de la vida de Jazmín y por qué aquella infortunada tarde me puse hablarle tantas pendejadas en vez de darle un beso.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España