Banca rota, por Teodoro Petkoff
El caso del Banco del Pueblo es una demostración más de que el camino del infierno está pavimentado por las buenas intenciones de Chávez. O, dicho de otro modo, de cómo una buena idea puede ser machorreada por la pésima manera como se la lleva a la práctica.
En principio, crear un sistema financiero específico para los sectores sumergidos en la pobreza es una opción válida y pertinente, entre muchas otras, en la lucha contra la pobreza. Está más que demostrado que la superación de la pobreza no es sólo cuestión de crecimiento económico (porque este, siendo una condición necesaria, no es suficiente), sino que requiere de políticas sociales y económicas específicamente dirigidas a ese propósito. Políticas creativas y por ello, heterodoxas. En tal sentido, existen experiencias internacionales que abonan la idea de que facilitar el acceso al crédito a los sectores más pobres puede ayudar a que alguna gente emprendedora pueda financiar pequeñas empresas o actividades que abran puertas hacia una vida productiva y mejoren el nivel y la calidad de su vida. Incluso, aquí en Venezuela tenemos la experiencia de Bangente, banco privado que atiende a sectores de bajos recursos, con resultados muy satisfactorios. Desde luego, no es una solución global sino parte de lo que tendrían que ser múltiples ideas y proyectos que confluyan hacia el objetivo de reducir la pobreza. Pero, ordinariamente, la banca comercial no aborda este tipo de actividades (Bangente es más bien excepcional y tiene mucho que ver con un banquero de sensibilidad muy especial como Edgar Dao), así que tocaría al Estado proporcionar el capital semilla para poner en marcha proyectos de esa naturaleza.
Pero el punto decisivo es que para que esa idea funcione bien y se autosostenga, esa microbanca debe garantizarse una mínima rentabilidad. Su gracia está en que no exige garantías tan rigurosas como las de la banca convencional. Pero tiene que exigirlas. El primer banco para pobres, en Bangladesh, inventó un ingenioso sistema de garantías, porque sus créditos son a pequeñas colectividades, cada uno de cuyos miembros es garante de los otros. No cobraría intereses tan altos como lo de la banca comercial, pero tiene que cobrarlos. La disparatada idea seudo musulmana de Chávez, de no cobrar intereses, es el camino hacia la quiebra o hacia el financiamiento fiscal permanente de tales bancos para pobres. Pero, además, condición sine qua non, el banco tiene que ser manejado profesionalmente. Colocar al frente de él personas que no conocen la actividad, improvisados activistas con «sensibilidad social», no conduce sino hacia el penoso espectáculo que protagonizan en estos días el Banco del Pueblo y su presidente, el ex sacerdote Rodríguez, cuyo «aprendizaje» ya le ha costado una bola de plata a la nación. Si el Banco de la Mujer va a ser manejado de la misma manera ignorante e irresponsable, su destino será igual al del Banco del Pueblo: la bancarrota.
Finalmente, otra manera de desacreditar ideas como las de la microbanca para pobres es la de anunciar bancos como el de los militares, que forman parte de proyectos completamente distintos, que nada tienen que ver con la lucha contra la pobreza sino con la del enriquecimiento ilícito y el soborno.