Bancarrota en un casino: cómo perder en 10 minutos los $60 que un obrero gana en un mes
El lujo, el desparpajo y el despilfarro son las características más remarcadas de un casino en Caracas, un espacio idílico para las clases altas y disonante con la realidad de una ciudad que se consume en la pobreza y la profundización de las desigualdades
Elegantes vestimentas, luces neón, llamativas máquinas, finas barajas y mucho dinero. El mundo lúdico, con su particular misticismo, para muchos se presenta como algo lejano, ajeno y misterioso.
La prohibición que aplicó Hugo Chávez contra los juegos de azar y las apuestas apartó aún más esta experiencia del común de los venezolanos. Los casinos quedaron como un recuerdo del pasado, de una Venezuela diferente.
Pero una década después, el legado antilúdico se rompió. En un cambio de discurso de 180°, Nicolás Maduro otorgó licencias para la reapertura de 30 casinos en el país.
¿Cómo sería una experiencia lúdica en un país con una de las crisis económicas más nefastas de la historia de la región? La respuesta es más que obvia, la descubriremos durante nuestra exploración de este modelo de negocios.
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Seleccionar el casino fue un reto. Hay poca información y un velo de hermetismo en torno a los 30 casinos que recibieron licencia para volver a operar.
Las preguntas que surgieron fueron despejadas a través de la cuenta de Instagram del Casino Grand CCCT, que aclaró mediante un mensaje directo al chat privado, que el costo mínimo de entrada en los juegos es de $5.
No lo pensé más, tomé el repele que sobrevivió de mis finanzas decembrinas y de mi armario salieron un pantalón de vestir y una camisa de botones, adquiridas por menos de $10 en 2019, nada que contrastara más con la dispendiosa experiencia del casino. Tres amigos se sumaron a la exploración.
Ya en el CCCT, la fachada del casino es fácilmente reconocible por su luminoso letrero y por exhibir un vehículo clásico de lujo y dos motocicletas de colección. El reluciente cromo y la pulitura de los vehículos atrapan las miradas. Absortos ante el lujo de ambas piezas automotrices, empiezan a preocuparnos nuestras finanzas.
Un vigilante con un detector de metales se asegura de que al local no ingresen armas y de la mayoría de edad de los jugadores.
Los primeros pasos sobre el suelo alfombrado llevan al largo pasillo que conecta con el salón principal del primer piso, repleto de máquinas tragamonedas y una ruleta virtual. No hay orientación ni instrucción para los recién llegados. Todos los presentes parece que saben muy bien a lo que van y dónde hallarlo.
Un centenar de tragamonedas destellan con sus luces parpadeantes y coloridas en el primer piso. Es inicio de enero y el aforo es tímido, la mayoría de la tercera edad. Ese segmento de la población que en Venezuela recibe apenas una pensión mensual de $1,5.
El verdadero jugo de la visita se exprime en el segundo piso, el salón «VIP». Unas escaleras con barandas doradas conducen a los juegos no mecánicos. Una abismal diferencia de ambiente: 10 mesas para juegos de cartas (blackjack, bacará y póker) y ruleta. Aquí los cambios de billetes se hacen directamente en las mesas.
En la ruleta la apuesta mínima es de $1 y la máxima de $20. El mecanismo para canjear el billete es muy protocolar. Las reglas exigen que se coloquen los billetes sobre la mesa, sin contacto con el encargado. Se verifica su autenticidad y entregan las fichas. Azules las de $1, amarillas las de $5 y negras las de $10. Viene la oferta de bebidas, el whiskey entre las primeras opciones. Declinamos.
En la ruleta, otras dos apostadoras ocupaban la mesa. Colocaban fichas amarillas a diestra y siniestra. Las rondas apenas duran uno o dos minutos y en cada una apuestan unos $50 entre ambas.
Nos sumamos a las apuestas. Distribuimos las fichas azules con mesura en tres números. La esfera gira y en 30 segundos todo acaba. Ningún acierto. Perdimos nuestros primeros $6. Al cabo de dos rondas más, las 20 fichas azules escasean.
Mi cerebro se concentra en calcular cuánta comida puede comprarse con los $20 perdidos.
Frente a nosotros, una apostadora se obstina ante el encargado de la mesa. Lo acusa de traerle mala suerte. De mala gana, saca de su cartera tres billetes de $100 y los canjea. A simple vista, parece acumular unos $800 en fichas. El salario anual de un obrero promedio en el país.
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Nuestras esperanzas de ganar algo durante la exploración se esfumaron pronto. Otras tres rondas en menos de cinco minutos liquidaron la mayor parte de nuestras fichas. «Con solo un acierto, nos íbamos en números verdes», me asoma un amigo posiblemente con el mismo razonamiento que emplean los ludópatas antes de arriesgar sus bienes.
Sudando frío y con una decepción irreconciliable, tomamos las fichas negras que quedan y abandonamos la mesa con $60 menos. Allí se apostaron unos $2.000 en los 10 minutos que presenciamos. En solo 15 minutos, en el segundo piso se movieron miles de dólares en una tarde apagada de un lento sábado de enero.
Tan pronto como abandonamos el centro comercial, volvimos a la realidad, a la Caracas de verdad, de peatones que no pueden permitirse apostar $800 en una hora de casino, con gente sin automóvil y vestidos con prendas de mala calidad llegadas de China.
Definitivamente, una Caracas más parecida a nosotros. Después de vivir la experiencia, nos seguimos sintiendo ajenos al exótico mundo lúdico.
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