Batalla de Inglaterra (1940), por Ángel R. Lombardi Boscán
Twitter: @LOMBARDIBOSCAN
La guerra es para la humanidad lo que la enfermedad para la salud, o el pecado para el alma.
Es destrucción y vergüenza; ataca al alma y al cuerpo, a los individuos y a la colectividad.
Igino Giordani
La historia de las naciones es la historia de la delincuencia internacional. Las guerras y los consiguientes despojos territoriales terminan siendo una transacción comercial asociada al pillaje. Los monumentos y estatuas conmemorativas de la guerra solo exaltan las guerras justas. Solo que tampoco hay guerras justas.
Las llamadas guerras de independencia o de liberación solo lo son hasta que los que ganan sustituyen a los opresores y se procede a la reconstrucción de la catástrofe, erigiendo construcciones mentales justificadoras asociadas al nacionalismo y el heroísmo patriótico.
El colonialismo e imperialismo europeos hicieron del intervencionismo internacional, desde el siglo XVI hasta 1939, un hecho civilizatorio sin reparar en que a sus víctimas mundiales no les interesó un ápice ser civilizados.
La guerra es un homicidio en masa y su recurrencia, desde los albores de la humanidad, nos coloca frente al innegable hecho de que el hombre es el lobo del hombre.
“Porque el hombre es el resultado de una decisión tomada “en el comienzo de los tiempos”: la de matar para sobrevivir. En efecto, los homínidos consiguen superar a sus “antepasados haciéndose carnívoros”, Mircea Eliade.
¿Estamos condenados inexorablemente a la guerra y a la violencia para dirimir ya no solo las necesidades más primarias sino el pecado de existir? La respuesta, de acuerdo a la evidencia forense de tipo social, y hasta existencial, es afirmativa. Otro tanto sucede con la venganza como el principal motivo, aparte de la satisfacción de los intereses económicos, para aventurarse en la matanza.
“No vengarse es encadenarse a la idea del perdón, es hundirse en ella, es tornarse impuro a causa del odio que se le ahoga a uno dentro”. E.M. Cioran.
La batalla de Inglaterra, en el segundo semestre del año 1940, fue la batalla aérea más importante en la historia de las naciones. Hitler había pulverizado con la Blitzkrieg a los polacos en tres semanas en 1939 y a Francia en seis semanas en 1940. Toda la Europa continental estaba bajo sus pies, salvo la URSS.
En Mi lucha (1925), había dejado bien en claro que la perdición de Alemania en la Primera Guerra Mundial (1914-1918) fue la de abrir dos frentes de guerra a la vez y que esto no volvería a pasar. Hitler sobreestimó sus capacidades y sus éxitos iniciales le hicieron perder la objetividad.
Con Francia vencida y una Inglaterra sola y aislada en su isla, Hitler calculó que negociar la paz con ella sería cuestión de trámite. En realidad, Hitler tenía sus ojos puestos en la URSS y, en 1941, cayó sobre ella contraviniendo la tesis de los dos frentes de guerra.
Previamente, en 1940, hubo dos sucesos que fueron determinantes: Dunkerque, donde fue rescatado buena parte del Ejército Expedicionario Británico condenado a una ratonera prácticamente sin escapatoria; y la fallida Operación León Marino que supuso un plan de invasión sobre Inglaterra. Solo que para atravesar el canal de la Mancha se tenía que controlar el aire. Y en esto la RAF (Royal Air Force) le ganó a la Luftwaffe de Goering. Hitler, de haber querido, pudo haber volcado toda su maquinaria de guerra contra Inglaterra y no fue así.
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La invasión de Inglaterra no fue algo prioritario para un Hitler heredero de la vocación continental prusiana, siempre pospuesta o anulada por Francia al oeste y rusos al este. Y en esto residió su perdición al comprometerse en una empresa más allá de sus posibilidades reales.
Hitler no solo quería resarcir el orgullo nacional herido sino la construcción real del III Reich alemán; además, le ganó el desprecio por los pueblos eslavos, a los que consideró humanamente inferiores y una presa fácil de sus designios delirantes. Que esta marcha de la locura haya estado acompañado casi por la unanimidad de toda la sociedad alemana sigue siendo tema de asombro.
Por otro lado, a Hitler le sucedió lo que le sucede a todos los tiranos y hombres de poder que pierden el sentido de la realidad y carecen de contrapesos:
“Nada tan frecuente como hallar poderosos que creen saberlo todo, sin saber nada, incluso ignorando las verdades más esenciales y rudimentarias”, Epicteto.
De repente, el Führer, contra todos los pronósticos, ya sabía más de tácticas y estrategias militares que los más brillantes y competentes generales de carrera de su propio ejército: la ignorancia como audacia.
El cine puede que sea la historia gráfica y visual mejor contada sobre la historia contemporánea. Solo que es un documento básicamente de propaganda. No tenemos aún la versión alemana de la batalla de Inglaterra que nos permitiría ampliar nuestro conocimiento sobre ella. En cambio, manejamos las versiones estadounidenses, británicas y soviéticas que sobreabundan en una apología heroica del vencedor en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945).
En el caso que nos ocupa hay dos películas recientes que rememoran este episodio. Una es Las horas más oscuras (2017) de Joe Wright y la otra es Dunkerke (2017) de Christopher Nolan.
En Las horas más oscuras se nos ofrece la deificación de Winston Churchill (1874-1965) como el líder de la guerra que no se doblegó ante una adversidad que en 1940 se presentó como inexorable, ofreciendo voluntad y esperanza a todo su pueblo desde un liderazgo fuerte, basado en la convicción del triunfo final.
La película lo muestra convincente en sus propósitos y hasta humanamente atractivo desde el más rancio patriotismo; todo esto en contraste con el rey, el denostado Neville Chamberlain y el cauto Halifax, que en ese entonces fue ministro de Asuntos Exteriores, y que abogaron por proponer un acuerdo de paz con Hitler.
La película pone de relieve la doble batalla de Churchill a dos manos: tanto en su propio frente interior —en el que su partido no le quería— como ante la belicosa Alemania de Hitler.
El malas pulgas y aristocrático Winston Churchill es convertido en mito sin manchas y hoy forma parte, junto a Isabel II, Oliver Cromwell, el almirante Nelson y Arthur Wellesley en los grandes héroes marciales, arquitectos de la grandeza de Inglaterra como potencia mundial.
Inglaterra construyó su propia pasión nacional en tres actos: en 1588 cuando la España de Felipe II intentó la invasión marítima con la Armada «Invencible»; en 1805 en Trafalgar, cuando la flota francesa de Napoleón y sus aliados españoles fueron derrotados por el almirante Nelson y, finalmente, en 1940 cuando los intentos de Hitler de pisar el suelo inglés fueron repelidos desde el aire.
La otra película que mantiene la misma línea patriótica de exaltación de Inglaterra, ya en un tono no biográfico sino más social, es Dunkerque de Nolan. Impecable reconstrucción escénica, quizás sea la mejor en su tipo, nos muestra de una forma minimalista, en la misma línea de la primera media hora de Salvar al soldado Ryan (1998) de Spielberg, los absurdos de la guerra y de cómo en la guerra moderna la heroicidad es suplantada por la carnicería más brutal, anónima y técnica. Aunque también Nolan logra exaltar el rescate de los ingleses, varados en la playa francesa, a través del esfuerzo nacional como empresa colectiva democrática de una solidaridad patriótica sin discusión.
Las guerras y sus miserias terminan siendo asumidas como espectáculo y entretenimiento cuando su hecho, como tal, está asociado siempre a la tragedia. Solo que es el recurso de los vencedores y nunca de los derrotados. Los derrotados diluyen sus padecimientos, entre la vergüenza y humillación, aliándose con el olvido.
Solo que el olvido nunca es suficiente y hace del rencor silencioso una poderosa fuerza que unas nuevas circunstancias servirán de aliciente para restaurar la reparadora revancha: la cólera de Dios. Y así la rueda trágica de la historia nunca se detiene.
Ya no matamos para sobrevivir sino como un acto de la vanidad suprema ante la ausencia de la fe y la sabiduría (Kierkegaard).
Ángel Rafael Lombardi Boscán es Historiador. Profesor de la Universidad del Zulia. Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ. Premio Nacional de Historia.
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