Bebés de Mariupol, muchachos de Haiphong, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“Madre, en tu día
—Madre Patria y Madre Revolución—,
madre, en tu día,
tus muchachos barren minas de Haiphong”
Silvio Rodríguez, Madre (1978)
Solía conmoverme cierta canción del cubano Silvio Rodríguez de los setenta compuesta en homenaje a los cientos de niños vietnamitas muertos desactivando minas en Haiphong. En 1973, la operación «Barrido Final», lanzada por los estadounidenses con el fin de forzar las negociaciones de paz en París, sembró de minas el fondo marino de aquel puerto, el más importante sobre el golfo de Tonkín. Para la matemática de los altos mandos del Vietcong resultaba preferible arriesgar en las tareas de desminado la vida de cualquiera de aquellos pobres muchachos antes que la de un potencial combatiente adulto en tierra, por lo que la pérdida de tantos inocentes en la operación les resultaba perfectamente aceptable.
Al evocar aquel drama humano, la canción de Rodríguez – «Silvio» a secas, para mi generación– abundó en primorosas metáforas a la revolución y a la patria como «madres» a cuya voz era sacrificable la vida de todo muchachito del Vietnam de entonces. Imagina uno el dolor de aquellas mamás a las que se les entregaban los despojos del hijo muerto en la pira humana de una guerra como aquella, que avergonzó al mundo hace cincuenta años; dolor que no debió ser muy distinto al de cualquier otra que en estos días, pero en Ucrania, busca los restos del suyo entre los escombros de un hospital pediátrico de Mariupol bombardeado por la aviación rusa.
En los melodramas marxistas destinados al consumo iberoamericano, la comparación metafórica de la revolución y de la patria con la maternidad no es infrecuente. Cosa curiosa: el marxismo, en tanto que pretendida “ciencia”, jamás se detuvo mucho a pensar en el vínculo especial que une al hijo con la madre más allá de lo estrictamente biológico.
En tal sentido, bástenos con leer los comentarios del señor Engels – un próspero empresario alemán, por cierto–, para quien la familia era poco más que una factoría productora de gametos destinados a la fecundación a fin de mantener bien dotado al «ejército proletario de reserva». Para el marxismo, coronar la revolución proletaria en el mundo debía ser la consecuencia «necesaria» de las contradicciones entre fuerzas productivas en el seno del capitalismo, por lo que toda sensibilidad ante la tragedia humana resultante de ello –como la que en sus respectivas obras plasmaron Víctor Hugo, Dickens e incluso, nuestro Fermín Toro– estaba de más.
El dolor humano era «pecata minuta» cuando de materializar el sueño de una sociedad sin clases se trataba, no importando si ello supusiera, como en efecto fue, la muerte de millones de personas: porque lo de ver a madres llorado por sus hijos muertos nunca fue cosa que a ninguno de los miembros de los sanedrines marxistas del mundo le causara dispepsia. Para el marxismo y sus derivas, aquello no era sino sensiblería pequeñoburguesa.
Pero la fuerza de la ley natural –esa que llevamos inscrita en el espíritu y contra la que no hay argumento que se sostenga– supera de lejos los afanes de todos esos intelectuales que tanta gota gorda han sudado lidiando con el tema desde los tiempos de las ilustraciones.
El poder del vínculo que une a la madre con el hijo es de una cualidad tal que ninguna elaboración humana jamás ha podido ni podrá sublimarlo en abstracciones como «la patria», «la revolución» o «la tierra». No hay cosa tal como una «Madre Rusia», sino miles de madres que en ese país lloran hoy a sus hijos enviados a matar y a morir en una guerra absurda provocada por ese enfermo mental que es Vladimir Putin.
No hay ni hubo nunca ninguna “Madre Revolución”, sino incontables mamás que en países seducidos por revoluciones comunistas se quedaron esperando al hijo que jamás volvió. Como tampoco es cierto que haya ninguna “Madre Tierra” que alivie, por ejemplo, la angustia de una indígena warao venezolana que en los basurales de Cambalache, allá en Bolívar, busque algo con qué mitigar el hambre desesperada de sus pequeños hijos.
Porque ni «la revolución» preña, ni «la patria» gesta, ni «el proceso» pare ni «la historia» amamanta. La maternidad concreta –que es la única que aquí importa, puesto que es por ella que aquí estamos– se impone como hecho eminentemente humano imposible de sustituir por esas elaboraciones intelectuales que tan del gusto son de las izquierdas y sus derivas «progres» y «wokes».
Concebir, parir y criar al hijo. Luchar por él. ¡Cuán duro ha llegado a ser en todo el mundo y ciertamente en Venezuela! En 2018, aquí murieron en promedio dos veces más mujeres tratando de dar vida que en el resto de Iberoamérica. En seis de cada diez hogares venezolanos, son mujeres las que luchan solas por sostenerlos.
Las dolorosas historias de madres clamando de rodillas por atención médica para el hijo enfermo son ya parte del paisaje en una Venezuela en la que se ha «normalizado» la impiedad. Cuando de escapar para salvar al hijo se trata, nos hemos conmovido leyendo el relato de la madre venezolana a quien la corriente del Río Bravo le arrancó a su niña de los brazos, tratando de cruzar la frontera hacia Estados Unidos y el de la bala maldita con la que algún guardia trinitario con ínfulas de fusilero inglés cegó la vida de un niño sucrense a bordo de un frágil peñero en medio de la Boca de Sierpe.
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Es que incluso optando por quedarse en la aparente seguridad de la casa ocurren tragedias como la de Maturín, donde a unos pobres niños les estalló la granada fragmentaria que inocentemente se encontraron mientras jugaban en el patio. Porque en Venezuela el horror está metido hasta en los hogares y un explosivo de uso militar puede que sea más asequible que un “blister” de lisinopril.
No se ha oído a Silvio Rodríguez ni a ningún otro «famoso» de la Nueva Trova Cubana dedicar canciones a las madres rusas o ucranianas de estos tiempos. Y a las venezolanas, menos aún. Para el marxismo y sus aliados, hay maternidades más meritorias que otras, así como unos imperialismos buenos y otros malos. Pero más allá de las aporías marxistas que sobreabundan en estos tiempos, lo único cierto es que por una mujer es que llega todo hombre al mundo y ante esa verdad, las peroratas ideológicas se desintegran solas.
Toda maternidad es sagrada y donde quiera que se halle una madre rota ante el cadáver del hijo muerto a causa de las aberraciones de la guerra, de la represión o de la descomposición social que nos agobia, habrá también una humanidad disminuida. Poco importa si en la fría Mariupol de hoy o hace 50 años, en el puerto vietnamita de Haiphong. O en un solar de Maturín. Cada vez que así ocurriere, nuestra condición humana se verá resentida, sin que haya canción de trova que la redima.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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