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Biden y la tesis de la paz democrática, por Bernabé Malacalza



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Biden
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Opinión TalCual | abril 17, 2021

Twitter: @Latinoamerica21


En los estudios internacionales se destaca, por su importancia teórica y empírica, la «tesis de la paz democrática». De manera sintética, esta tesis plantea tres axiomas fundamentales: a) el monádico: las democracias son más pacíficas que los regímenes autoritarios; b) el diádico: «las democracias raramente hacen la guerra entre sí; y c) el sistémico: cuantas más democracias existan, más pacífico será el sistema internacional. Un debate sustantivo se ha desarrollado a lo largo de los años entre defensores y detractores de esta tesis; sin embargo, parece necesario hacer un comentario sobre lo problemático de su uso como dogma de la política exterior.

La tesis tiene su origen normativo en un libro del filósofo Inmanuel Kant de 1795: Hacia una paz perpetua, un proyecto filosófico. Dos máximas principales son planteadas allí: la expansión de una federación de repúblicas como fórmula para la paz mundial y la consulta a los filósofos acerca de sus condiciones de posibilidad. No obstante, la aspiración última de Kant era una república mundial regida por el derecho cosmopolita y la hospitalidad universal, una distancia fundamental con los usos contemporáneos de la «tesis de la paz democrática».

¿De qué manera lo que había sido un ejercicio reflexivo se transformó en dogma? Es a partir del presidente estadounidense Woodrow Wilson y sus famosos Catorce Puntos para la paz mundial, que se instala una suerte de «ideología misionera» encargada de «evangelizar» con los valores y la forma de gobierno estadounidense a otros rincones del mundo. Esta, además, se constituye en un pieza angular de la Guerra Fría al proveer el sustento a la doctrina del presidente Truman de 1947.

No es la división del mundo entre comunismo y capitalismo, sino entre democracia y autoritarismo, la que delinea los trazos de la confrontación con la Unión Soviética.

La tesis de la paz democrática hoy

Lejos de desaparecer con la caída del muro de Berlín, la «tesis de la paz democrática» no cesa de extender su atracción en las élites estadounidenses. Alcanza su fama mediática en los 90 con el argumento del «fin de la historia» de Francis Fukuyama, Clinton la consagra como eje orientador de su política exterior, George W. Bush la lleva al extremo en Irak y Afganistán con las «guerras ofensivas» después del 11 de septiembre, Obama la reedita en Libia y con el impulso a la «Primavera Árabe» y Trump la reivindica en su cruzada contra la empresa Huawei y el «autoritarismo chino. Nada se pierde, todo se transforma.

La publicación reciente de la Interim National Security Strategic Guidance muestra a una administración Biden decidida a tomar una línea cada vez más rígida, dogmática y polarizante sobre el desafío que plantea una «China totalitaria». Apoyar a minorías uygures de Xinjiang, apuntalar al movimiento democrático de Hong Kong o hacer una defensa férrea de Taiwán son decisiones que tienen un hilo conductor: la visión de un mundo dividido entre naciones democráticas y dictaduras agresivas que intentan socavarlo, en el que solo Estados Unidos, junto a una liga de democracias, ofrecerían la anhelada salvación.

*Lea también: ¿Jugando con fuego?, por Félix Arellano

Movimientos recientes como la propuesta de reafirmar la OTAN atrayendo a India o el intento de incluir a Corea del Sur en la alianza cuadrilateral entre Estados Unidos, India, Australia y Japón, conocida como Quad, son apuestas riesgosas a favor de coaliciones democráticas a la carta para contrarrestar a China y Rusia. A ello se suma una postura más intransigente hacia Beijing como la que se pudo observar en la fría reunión del secretario de Estado, Antony Blinken, con funcionarios chinos en Anchorage, Alaska. Parte del problema es una percepción errónea: Estados Unidos cree que aún puede hablarle a China desde una posición de fortaleza.

Biden y América Latina

Si la llamada restauración pasa por la insistencia en que la democracia es el mejor sistema político, esto sugiere que la administración Biden no descarta presionar a países latinoamericanos ni realizar intervenciones con el fin de «defender la democracia y los derechos humanos».

Las calificaciones vertidas en un reciente informe del Departamento de Estado con menciones de «régimen ilegitimo» a Venezuela, de «Estado autoritario» a Cuba y de «régimen corrupto» a Nicaragua muestran el uso de un lenguaje más sofisticado para identificar «amenazas iliberales».

La prórroga de la vigencia del decreto que declara a Venezuela «amenaza inusual y extraordinaria» para la seguridad o el abierto pronunciamiento sobre el Estado de derecho en Bolivia preanuncian monitoreo férreo, sanciones económicas y/o acciones encubiertas, sin descartar el uso de la fuerza, contra países afines a China y Rusia en la región. Es la geopolítica lo que está debajo del velo.

Los presidentes de Estados Unidos dicen que el mundo para ser seguro debe ser lo más parecido posible a Estados Unidos. Afortunadamente, la tentación de imponer cambios de régimen político en otros países a imagen y semejanza de Washington tiene en los tiempos actuales dos grandes contrapesos: el fuerte rechazo de la sociedad estadounidense al involucramiento en «guerras eternas» y la agudización de la polarización político-ideológica interna. Hoy, cuando la democracia representativa más antigua del mundo atraviesa uno de los momentos de mayor fragilidad de su historia, la tarea mayúscula estará en demostrar que el sistema aún funciona.

Bernabé Malacalza es profesor de la Universidad Nacional de Quilmes y de la Universidad Torcuato Di Tella (Argentina). Es investigador en Temas Estratégicos del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET).

www.latinoamerica21.com, un medio plural comprometido con la divulgación de información crítica y veraz sobre América Latina.

TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo

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