Bolívar soy yo, por Teodoro Petkoff
Anoche, como quien no quiere la cosa, en uno de esos aparentes impromptus a que nos tiene acostumbrados, Yo El Supremo dejó colar la idea de añadir una nueva estrofa al Himno Nacional. “Es una idea nada más”, apostilló “modestamente”, para finalizar. Ya sabemos que sus ideas son órdenes. Memorable es el caso del cambio de nombre de la República. Los constituyentistas inicialmente rechazaron la proposición, incluso burlándose de ella. Isaías Rodríguez hasta la calificó de “tontería”. Pero el hombre regresó de China, que por allá andaba mientras aquí sus acólitos se creían todavía con poder de decisión, dio cuatro gritos, a los burlones se les congeló la risa en la cara, Isaías recogió sus palabras, y la República pasó a ser “bolivariana”. Así será con el himno y con la estatua de Bolívar en el Avila, como lo fue con el caballito del escudo y con la bandera. “Ordene, comandante, que nosotros obedeceremos”.
Es en este ambiente de obsecuencia y servilismo, que Yo El Supremo se prepara para legislar, facultado como está ya por la prodigiosa Ley Habilitante, que le da poderes imperiales. Por supuesto, ley que vaya llegando a la Asamblea Nacional, ley que será aprobada de inmediato, sin discusión. La democracia participativa y protagónica alcanzará la cima de su esplendor. El Presidente “participará” al Parlamento cuál es su voluntad y los diputados “protagonizarán” el acto de levantar los brazos, con la señal de costumbre. Luego, “protagonizarán” los aplausos y “participarán” al Presidente que su orden ha sido cumplida.
La Ley Habilitante permite a Yo El Supremo legislar sobre nada menos que diez “ámbitos” de la vida nacional. Todos, pues. Pretende clavarnos, sin que tenga lugar ningún debate en el país, ni en el Parlamento ni fuera de él, disposiciones que podrían alterar mayúsculamente la vida de todos los venezolanos. La estructura del Estado, la administración pública, la economía, las finanzas públicas, el régimen tributario, la seguridad ciudadana, la ciencia y la tecnología, la ordenación del territorio, la seguridad y defensa del país, la infraestructura, el transporte, los servicios y, como irónico colofón, la participación popular —toda la nación, pues, será rediseñada por un solo hombre.
Que el país y sus instituciones necesitan reformas es cosa indiscutible. Pero también es indiscutible que reformas de fondo, reformas existenciales, que podrían modificar la vida entera de la nación y sus habitantes, necesitan del más amplio consenso, de la creación de la más vasta mayoría ciudadana que las asuma como válidas.
Una transformación pacífica de la vida nacional sólo puede ser verdadera y no traumática si es democrática. De lo contrario, puede causar fracturas terribles en la sociedad. No se puede cambiar un país metiéndolo en la horma de la voluntad de una sola persona. Tamaño diseño, como el concebido en la Ley Habilitante, sólo puede conducir a un gigantesco fracaso.