Bolivarianos devaluados, por Teodoro Petkoff
Ya los venezolanos estamos tan acostum- brados a las periódicas devaluaciones del bolívar que no necesitamos demasiadas explicaciones para conocer de sus consecuencias. Siempre se nos dice, por parte de los devaluadores, que la medida se toma para «estimular» al sector exportador no petrolero, pero devaluaciones van y vienen y nuestras exportaciones no petroleras no hacen sino disminuir (el año 2012 apenas fueron ligeramente superiores a los 3 mil millones de dólares); en cambio, la población, sobre todo la más humilde, cada vez que oye la palabra «devaluación» siente que el bolsillo se le arruga.
No necesita economistas que le expliquen: todo sube de precio porque el dólar se pone más caro y aquí casi todo se paga con dólares, la comida, los repuestos, las importaciones todas que, en fin de cuentas, constituyen alrededor del 60% del consumo total. Si el dólar sube de precio, todo lo que se paga con dólares encarece y, por cierto, más que proporcionalmente. De modo que si la devaluación de la semana pasada fue de 46%, bien seguro que todo subirá de precio por arriba de 50%.
¿Qué significa esta devaluadera constante, desde 1999? Es la muestra más acabada del fracaso generalizado de la política económica del chavismo. Devaluar significa que la moneda nacional se debilita frente a la que le sirve de referencia, el dólar imperial.
Las razones de su debilitamiento han ido variando con el tiempo. Esta vez fue el gasto fiscal desorbitado de 2012, el brutal despilfarro de plata llevado a cabo por el gobierno para asegurarse a los realazos la reelección de Hugo Chávez. Secaron la botija de dólares. Como siempre, para aquél, los intereses de la República cuentan menos que los suyos propios y si para la reelección había que abrir un hueco tremendo en el fisco, ¡pues ábrase! Si para llenar parcialmente ese hueco había que poner al Banco Central a emitir billetes sin respaldo, ¡pues emítanse! Y si no era suficiente, pues ¡pídase prestado! Así fue como la reelección de Hugo Chávez nos dejó con un déficit fiscal cercano al 18% del PIB y con una deuda pública que trepó hasta los 200 mil millones de dólares. Cifras incómodas.
Todo junto hace frágil la economía, que no luce peor porque el colchón del ingreso petrolero todavía permite muchas vueltas de carnero a estos acróbatas de medio pelo que dicen gobernar. Pero ya asoma la que, al paso que vamos, pudiera ser una inflación brutal este año (3,3% en enero, antes de la devaluación, no es concha de ajo, ya apuntaba a las vecindades de 40% al cierre del año; ahora veremos hasta dónde sube), en tanto que la economía productiva se vino en barrena y si crece este año al menos 1% habrá que darse con una piedra en los dientes. De modo que se anuncia un año escabroso.
Después de la juerga viene el ratón. Ahora se nos dice que se acabó la «regaladera» (la cual, por lo demás, nunca ha debido tener lugar: como dicen, no hay almuerzos gratis y alguien pagó los «regalos»: la plata de todos); que hay que «ajustar» precios; en otras palabras, subirlos; y como amenaza latente (cosas de Giordani, que el binomio de oro no se atreve a darle), la temible gasolina. ¿Podrán los Castro, después que arruinaron la isla, darle algún consejo útil a los de aquí? Mejor que no porque ahí sí es verdad que no vemos luz más nunca.