Bolsonaro, Bukele y Fujimori: la posta trumpista, por Federico Finchelstein
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Al convertirse en el líder del país más poderoso del mundo, Donald Trump habilitó y dio legitimidad a los autoritarios de todo el mundo. Lo hizo a través de un uso mediático de la mentira y la práctica autocrática cuyo pasado es claramente otro, el de las democracias en crisis de los años de entreguerras del siglo pasado.
Pero ahora que Trump se ha ido, ¿qué pasará con aquellos que siguieron sus recetas de violencia, mentiras absolutas y a granel, racismo, autoritarismo y militarización de la política al pie de la letra y se legitiman a través de ella?
En América Latina los seguidores de una política llanamente trumpista no piensan cambiar de rumbo. Y son aún más explícitos en su defensa de modelos autocráticos a través de la gran mentira de que son democráticos.
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El caso mas reciente es Keiko Fujimori en Perú, quien —en clave bolsonarista y trumpista— combina su idea de establecer una «democradura» en su país con la prédica contra un enemigo inexistente: «la ideología de genero». Al igual que Trump y Bolsonaro, Fujimori se presenta como la candidata de la mano dura, pero dudosamente como la del combate a la corrupción ya que está procesada por ese mismo delito, además de una clara tendencia al nepotismo.
Al igual que Fujimori, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele comparte una impaciencia autocrática con el funcionamiento de la democracia, pero también la disfraza con ropajes democráticos. Es más, Bukele precedió a Trump en un intento de ocupar el Congreso.
En febrero de 2020, el caudillo salvadoreño ordenó a tropas de militares y policías que ocuparan el edificio y, cuando entró en él —como más tarde harían los seguidores de Trump—, oró sentado en la silla que normalmente ocupa el presidente del Parlamento.
Antes de salir del edificio, Bukele dio a los legisladores una semana para aprobar sus propuestas. Está claro que el presidente de El Salvador ha seguido y, con frecuencia anticipado, la receta de Trump. Al igual que Trump, usó y abusó de las redes sociales para anunciar decisiones gubernamentales desde Twitter e incluso comunicarse con miembros de su gabinete.
También declaró en Twitter: «Soy oficialmente el presidente más genial del mundo». Y en otra ocasión, en un tuit publicado a las 2:46 am «ordenó» a los ciudadanos que se fueran a dormir. En lugar de ser idiosincrásico, este uso novedoso del panorama mediático siguió el patrón trumpista y presentó al país realidades alternativas que se combinaron con ataques planificados a la legitimidad de la prensa libre.
De manera similar, Bolsonaro en Brasil tosió cerca de periodistas cuando era positivo de covid-19. También usó, y continúa usando, insultos violentos, homofóbicos y misóginos cuando se dirige a periodistas o se refiere a medios independientes.
Dos informes de organizaciones de libertad de prensa concluyeron que 2020 fue el año más peligroso para el periodismo profesional en la historia reciente de Brasil y que el gobierno de Bolsonaro fue la principal fuente de los ataques.
El uso de la violencia contra los disidentes se presenta en el contexto de los llamados reaccionarios de Bolsonaro para intentar moldear al pueblo brasileño de acuerdo a ciertos preceptos religiosos tradicionales, así como armar a la población para evitar el peligro de fantasía de una dictadura de izquierda. Mientras que es el propio Bolsonaro quien está llevando a Brasil a un camino dictatorial.
Después de asaltar el Congreso, Bukele justificó sus acciones afirmando que no era un dictador. Como Trump, Bukele equiparó la libertad y lo sagrado con su capacidad para asaltar instituciones a pedido del pueblo. Incluso identificó sus ataques a la democracia y la prensa independiente con su defensa de la «libertad de expresión» y la democracia.
En Perú, Keiko Fujimori explicó que «mano dura significa restablecer el principio de autoridad para poner orden. Significa que las cosas se hagan. De ninguna manera autoritarismo». Sin embargo, su historia personal y familiar demuestran que es difícil encuadrar sus ideas de democraduras y represiones con la tradición democrática.
Este tipo de distorsión del autoritarismo —que se presenta a sí mismo como un defensor de la democracia— tiene una triste y vieja historia que va desde Hitler, Franco y Pinochet a Bolsonaro y Trump. En 2019, Bolsonaro celebró el golpe de 1964 que condujo a la dictadura militar más asesina en la historia de Brasil.
Bolsonaro afirmó, de forma falsa, que esa dictadura había establecido la democracia en Brasil, incluso argumentando que en realidad no había sido una dictadura. Este intento no fue diferente de la clásica mentira fascista de que las dictaduras fascistas eran verdaderas formas de democracia.
El plan dictatorial de Trump para revertir los resultados de las elecciones presidenciales a través de la violencia de ciudadanos armados también se presentó como una defensa de la democracia.
En el marco del descalabro de las élites latinoamericanas tradicionales, estos nuevos liderazgos convierten a las elecciones en plebiscitos basados en mentiras sobre el funcionamiento de la democracia.
Como argumentó la filósofa Hannah Arendt, la política y las mentiras siempre van juntas, pero en el fascismo las mentiras aumentan tanto cuantitativamente (los fascistas mienten descaradamente) como cualitativamente (los fascistas creen sus mentiras e intentan transformar la realidad para que se parezca a sus mentiras).
En este sentido, líderes como Bolsonaro, Bukele y Fujimori retoman la posta trumpista y convierten sus mentiras en un grave peligro para la democracia.
Federico Finchelstein es Profesor de Historia de New School for Social Research (Nueva York). Fue profesor en Brown University. Doctor por Cornell University. Autor de varios libros sobre fascismo, populismo, dictaduras y el Holocausto. Su último libro es «Brief History of Fascist Lies» (2020).
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