Brasil debe buscar soluciones para evitar las desgracias del pasado, por Hamilton García
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El nuevo gobierno de Lula –su tercero y el quinto del Partido de los Trabajadores– ha comenzado su luna de miel con los votantes anunciando la reactivación de políticas de Estado que habían sido descuidadas o saboteadas por el gobierno anterior. Además, ya se ha empezado a poner en orden el presupuesto público, tras la orgía de beneficios otorgados por Bolsonaro para intentar ganar las elecciones. Esto debería garantizar a Lula un inicio de gobierno sin grandes sobresaltos por falta de recursos.
Pero a pesar de las promesas de Lula de no aumentar los gastos de personal ni perder de vista el enfoque programático, la gran cantidad de ministerios repartida entre su amplia base de apoyo parlamentario, ahora transformada en «frente amplio», huele a naftalina.
El área estratégica de Ciencia y Tecnología, por ejemplo, se encomendó a una dirigente del Partido Comunista de Brasil (PCdoB) que no tiene antecedentes en la materia. Lo mismo puede decirse de las áreas de Comunicaciones y Turismo, que fueron asignadas al partido Unión Brasil; de las áreas de Minas y Energía y de Pesca, a cargo del Partido Social Democrático (PSD); Ciudades, para el Movimiento Democrático Brasileño (MDB) y las áreas de Desarrollo Agrario y Gestión a miembros del Partido de los Trabajadores (PT). En todos estos casos, los elegidos parecen carecer de la experiencia necesaria para afrontar con eficacia, desde el inicio, las respectivas exigencias de sus carteras en un Gobierno que habla de «urgencias» y de no tener «espacio para equivocarse».
Esta práctica no es exclusiva del PT. Es un problema estructural de la democracia brasileña, responsable, en gran parte, de su mal funcionamiento, ya que empodera facciones políticas, disfrazadas de partidos, sin compromiso con el bien público. El problema es que la Realpolitik brasileña insiste en despreciar los efectos de tal pragmatismo sobre la propia legitimidad del sistema, atribuyendo los agudos síntomas de su degeneración únicamente a las locuras bolsonaristas y a su prodigiosa máquina de desinformación.
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A la ciega autoconfianza del pragmatismo brasileño y su arte de acomodar intereses se suma el ensimismamiento de la izquierda en su eterno juego de instrumentalización de la «lucha democrática». Esta sensación de infalibilidad parece impedirnos tomar plena conciencia de los errores cometidos desde la redemocratización del país. Esto se aprecia en la despreocupación de Lula por el control del gasto público, sin tener en cuenta que el Estado brasileño es un Estado caro –prisionero de oligarquías derrochadoras– que ofrece servicios de baja calidad –como la educación básica, la salud y la seguridad– en medio de una corrupción institucionalizada.
De hecho, gran parte de la calidad de vida de los asalariados depende del acceso a servicios públicos de calidad y no tanto al mercado de consumo, tan destacado en los trece años de gobiernos del PT.
Por otro lado, no es de extrañar que, en sus discursos de asunción del mando, Lula no haya tocado el tema de la corrupción y que haya nombrado para la cartera de Integración Nacional a un político condenado por el Supremo Tribunal de Justicia a seis años de prisión por malversación de fondos, según alerta la ONG Transparencia Internacional. El presidente tampoco habló de la eficacia de la máquina gubernamental y de la seguridad pública, como si fueran cuestiones resueltas que no afectan a los más pobres.
Tras el reciente intento de golpe bolsonarista, puede ser que estos temas sean aún menos discutidos por los expertos y los medios de comunicación, a fin de evitar críticas al gobierno tras los fuertes ataques a la democracia y sus instituciones. Sin embargo, estos temas estarán inexorablemente presentes en la vida cotidiana de la población y ningún gobierno tendrá éxito si no los enfrenta, lo cual implica confrontar a los sectores parasitarios que dominan la máquina pública.
Además de los problemas estructurales de Brasil, el nuevo gobierno deberá afrontar el estancamiento económico empeorado por la crisis económica global. Y aquí entramos en la cuestión más delicada para la supervivencia de nuestra democracia: ¿hasta cuándo podremos refinanciar nuestra deuda social mediante deuda pública, sin tomar medidas eficaces para la sostenibilidad del desarrollo económico y social?
A juzgar por los discursos de Lula y del vicepresidente Geraldo Alckmin, este problema ha dejado de ser un tema anacrónico para las élites brasileñas. Sin embargo, la eficacia de su confrontación se ve obstaculizada por la cuestión objetiva del presupuesto público y la planificación, y por la forma en que el sistema político los implementa.
Retomar la senda del desarrollo nos plantea el doble desafío de la presión distributiva y del crecimiento del Estado, frente a múltiples intereses particularistas (corporativos) a nivel de empresas y segmentos estatales. La presión presupuestaria de este tipo de acuerdos se registra en el «techo de gasto» instituido en el gobierno de Michel Temer, tanto porque excluyó de él los costos de la deuda pública, como porque subestimó las necesidades sociales presentes en una democracia.
La solución de este impasse requiere mucho más que lo que parece capaz de ofrecer la concertación democrática en torno al nuevo gobierno. Tanto en lo que se refiere a la elaboración de soluciones efectivas, reuniendo a pensadores y fuerzas políticas de diversas orientaciones, como en la urgencia de enfrentar y resolver la crisis de legitimidad, que pasa por la transformación de las facciones en verdaderos partidos. Estas metas no pueden ser alcanzadas por la política de conciliación tal como se ha establecido históricamente en el país.
En esta etapa de la vida política nacional, la incapacidad del nuevo gobierno para generar y hacer viables estas soluciones podría ser la sentencia de muerte de la Nueva República. En todos los casos anteriores, una vez que el poder político había agotado su margen de maniobra, el cambio contó con la participación directa de los militares, bien para redefinir los términos del régimen liberal, bien para suprimirlo. Esforcémonos, pues, por producir una solución pactada capaz de evitar las desgracias del pasado.
Hamilton García de Lima es cientista político. Profesor de la Universidad Estatal del Norte Fluminense – UENF (Brasil). Doctor en Historia Contemporánea, por la Univ. Federal Fluminense (UFF) y Magíster en Ciencia Política por Unicamp.
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