Buena suerte Felipe, por Tulio Ramírez
Autor: Tulio Ramírez
Éramos unos muchachos cuando Felipe llegó al Barrio, corría el año 1971, año en el que con un real merendábamos luego de salir de clases. A las 11:30 salíamos en tropel a almorzar, ya que en esos tiempos había dos turnos. Camino a casa la parada obligada era el abasto del Barrio. Un medio costaba una Susy y un medio costaba un refresco. Para los lectores muy jóvenes, un medio era la cuarta parte de un bolívar (sin ceros a la derecha) y la mitad de un real. Dos reales hacían un bolívar y en esa época quien tenía esa moneda, tenía una pequeña fortuna. En nuestro grupo no era muy común que alguno tuviese un bolívar. A lo sumo, nuestros humildes padres nos daban un real cada dos días y eso era suficiente. Pero la crónica de hoy no se refiere precisamente a nuestra feliz vida de los 70, sino a Felipe, el portugués que, con 15 años de edad, fue traído de su tierra natal a trabajar en el abasto donde, si teníamos dinero, hacíamos parada obligatoria.
La primera vez que lo vimos, era un mozalbete flaco, pelirrojo y algo desaliñado. No hablaba nada de español y se encargaba de mantener limpio el local. Al poco tiempo ya mencionaba con cierta facilidad algunas de las groserías más comunes de la época, las cuales aprendió de tanto escucharnos. Un día descubrimos que no sabía leer. Para nosotros fue una sorpresa, no concebíamos que un joven de esa edad no haya ido nunca a la escuela. Con el tiempo nos contó que sus padres en Portugal eran agricultores analfabetos, y que lo mandaron a Venezuela para evitar que el gobierno lo reclutara y lo alistara como soldado para pelear en una de las colonias africanas. Su tío Francisco, a la sazón el dueño de la Panadería, lo recibió y lo puso inmediatamente a trabajar en el negocio de lunes a domingo sin perspectiva alguna de facilitarle educación.
Con el paso del tiempo Felipe pasó de coletear el local, a carnicero. Aprendió el oficio a fuerza de madrugar y observar a su otro tío, el señor Manuel, quién cortaba con maestría y precisión los bistecs y molía la pulpa negra sin perder ni un gramo. Poco a poco logró hablar con mayor fluidez el español. De manera autodidacta aprendió a leer y a realizar cálculos aritméticos sencillos, eso le valió trabajar en la caja, por lo cual sus ingresos aumentaron considerablemente. Prácticamente se integró a nuestro grupo. Los domingos en la tarde, luego de hacer caja, nos acompañaba a jugar pelota. Se convirtió en un furibundo magallanero, a pesar de que fue mucho después que entendió las reglas del beisbol. Para diciembre de 1975 ya formaba parte del conjunto de gaitas del barrio. Era impresionante ver la habilidad con la que tocaba el furruco. Tenía la cadencia de cualquier maracucho del sur del Lago.
Felipe vivió un proceso de venezolanización acelerado. Bebía ron, jugaba truco y se casó con una barloventeña que le enseñó a preparar sancocho y a cantar fulía. De esa relación nacieron 4 muchachos a quienes les facilitó todas las oportunidades para que estudiaran. Hoy son exitosos profesionales, aunque todos fuera del país. A los 40 años ya era socio del abasto y a los 50, dueño absoluto. “Eu sou cacareño”, solía decir cuando le preguntaban en que parte de Portugal había nacido. Su amor por Caracas era contagioso. “A portugale, ni de visita”, nos aseveraba cuando a alguien se le ocurría mandarlo al carajo.
El lector se preguntará cual es el sentido de esta crónica, cuando padecemos problemas que son un lomito para cualquier escribidor. El asunto es que en la mañana del 2 de enero llame por teléfono a Felipe para darle el feliz año, y después de los saludos de rigor me soltó: “Compadritu, hasta aquí llego eu. Nu abro mais el abastu. Con ese aumento de salarios me reventaron el negocio. Ya mis hijos están afuera. A mis 60 años no necesitu tanta angustia. Voy a agarrare mis macundales, mi mujer y me voy pa’ portugale. Eiste país no lo conozco, eiste ya nu es mi país, el mío me lo rubaron”. Mientras lo escuchaba me vino a la mente la imagen de aquel Felipe analfabeta que vino a Venezuela hace 46 años huyendo de la pobreza, la ignorancia y la violencia, lo paradójico es que ahora vuelve a su patria para alejarse de las mismas circunstancias que lo trajeron. Al final me quedó claro a qué se refería cuando hablaba de un país que le habían robado. Solo atiné a decirle, “buena suerte Felipe, te deseo lo mejor”.
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