Buenas noches, Lobo, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Aquí ya no hay quien viva ni toque la puerta para conversar un ratico o pedirme siquiera una taza de café. Se han ido. No todos, es verdad, pero para mí es como si se hubiesen marchado todos y de una vez. Lo que quiero decirle es que, salvo mi persona, no queda nadie del grupo de los más antiguos de este achacoso edificio de clase media. Me refiero a quienes compramos de primeros cuando inauguraron el conjunto residencial y ese sábado en la tarde, con la llave y el título de propiedad asegurados, nos dimos las manos, nos dijimos mucho gusto. Yo me llamo Rafael; yo, Eugenio; María José, yo soy viuda. Uno pidió que le dijeran el Gordo; el otro dijo Orlando, Rosario o el comisario Néstor y establecimos sin saberlo una sociedad secreta de amigos o, como terminaron llamándonos, «los pures del edificio», a quienes los jóvenes —pero también los recién llegados— saludaban con respeto porque, después de 32 años plantados en un lugar, sabíamos cómo poner en movimiento el ascensor si se quedaba atorado entre dos pisos o calculábamos cuánto le quedaba a la bombona de gas o cuándo fue la última vez que limpiaron el tanque de agua.
Sí, como le estoy diciendo. Se fueron del país, cada uno a su manera. Saquemos a Luis Ramos, fallecido de cáncer, y a Dominga, mi esposa que murió de infarto. Pero al vecino Ernesto, por ejemplo, lo asaltaron tres veces en un año, se cansó y huyó sin despedirse. O el caso de los tipos del Sebin que arrinconaron a Orlando cuando volvía a su casa luego de asistir a una marcha en Altamira. Lo detuvieron y la coñaza que le dieron (uno de los matones le metió la pistola en la boca e hizo como si apretaba el gatillo) le inoculó un terror sicológico a lo Stephen King. No pasaron tres meses cuando reunió el dinero, convenció a su mujer y a las dos hijas, tomaron un avión y creo que están en Buenos Aires. Otro vecino se alegró porque su hijo mayor montó una empresa en Ocala, Florida, y lo invitó a emigrar. O el hijo del viejo Juan que fue nombrado director de un centro de investigaciones en Bremen, Alemania, y les dijo que se vinieran a vivir con él, que lo único jodido era el frío. Pero la última vez que me escribió Juan –no sé si para echársela conmigo– me confió que se había acostumbrado al invierno y salía a comprar pan con cinco grados bajo cero.
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Hasta el comisario Néstor, jubilado de la Disip y aún chavista, se largó de madrugada a Perú porque lo acusaron de conspirar contra el inútil de Maduro y, después de dos citaciones de la Fiscalía y una del Sebin, especuló que vendrían por él y me tocó la puerta a las 11:35 de la noche, me dejó las llaves del apartamento y de la camioneta. Me dijo que a las cuatro de la madrugada se iba con su mujer. Luego, a los dos meses, acosaron a su hijo Pedro, quien trabajaba de camionero en la Polar, y decidió con su esposa arrancar también, y ahora los cuatro tienen en la región de Pasco —me lo han contado por WhatsApp— un modesto restaurante que les da para vivir tranquilos.
Total, que quedé como el depositario de sus apartamentos, el guardián de recuerdos y ropas amontonados en el clóset o el polvo de la calle regado en el suelo. Una suerte de vigilante de los pasos perdidos; obligado a dejar algunas luces encendidas para hacer creer que ellos están ahí. Para combatir ese despecho he tratado de ganar amistades con los nuevos vecinos, pero esa gente, de entre 30 y 40 años, vive muy de prisa y ensimismados. Preocupados por la inflación o la inseguridad, las deudas del banco o del faro del auto que se les dañó.
De modo que no tienen tiempo ni para tomarse unas cervecitas un sábado en la tarde y jugar dominó en el salón de fiestas, cuando no está alquilado para un bautizo o una boda. Andan apurados. Apenas les insinúo algo en el ascensor y se excusan «después, Pablo», sin oír lo que les voy a referir. La tragedia se acrecentó hace año y medio cuando Dominga, mi mujer de toda la vida, me dijo una madrugada que le dolía el pecho y cuando prendí la luz de la mesita se había ido ella también.
La enterramos un domingo, como era su deseo, solo para que dijeran: aquí yace Dominga Pérez, a quien sepultamos un domingo. Después vino lo del asesinato del único hijo. Por eso salgo con Lobo, que fue lo que me dejó Alejandro cuando lo atracaron.
Subo con él a los apartamentos vacíos como quien visita una calle y pasea por lugares donde hubo risas o de vez en cuando cantaron el cumpleaños o, incluso, cuando nos sorprendía la gritería de una bronca familiar. De manera que al darle vuelta a la cerradura acude a recibirme la brisa fría de la soledad y, a veces, siento que esos apartamentos se quejan o crujen, que es como si hablaran. Y cuando advierten que ya he revisado todo parece que imploran que me quede, pero yo cuido mi salud y trato de no desvariar, porque sería lo último que me pasara: volverme loco a los 76 años y ponerme a conversar en la cocina de Rosario o entrar al dormitorio de Rafael y de Carmen y preguntarles si oyeron la balacera en la parada del metrobús. Les digo: no es nada grato entrar ahí donde mis amigos se volvieron invisibles. Salas y cuartos sin vida ni ruido. Es como si recorriera las habitaciones de Chernobyl, mintiéndoles a las viejitas chismosas del pasillo cuando preguntan qué es de la vida de esa familia, y yo pongo cara de pendejo para responder cualquier cosa, no sé, se fueron a Ecuador o a España, a visitar a la hija, o me parece que se mudaron a Barquisimeto o pongo expresión de idiota y les digo «eso mismo me estaba preguntando», cuando en el fondo lo que hago es disimular mi propia soledad y hacerme el duro, que es lo que toca.
¿Qué si los echo de menos? Claro. No he podido superarlo. Añoro, por ejemplo, la inflexión cómica de la voz del Gordo contándome una y otra vez que en octubre de 1974 estaba Kinshasa mirando en tercera fila la pelea del siglo entre George Foreman y Muhammad Alí, y de cómo él vio en el cuarto round que Alí le preguntaba con gestos a Ángelo Dundee qué hacer y el mánager le contestó «sigues bailándolo…», mientras el público gritaba «Ali bomaye (Ali mátalo)». Nada. No me quedan sino jirones de esos cuentos. Se han desvanecido también, como las ilusiones de un niño; como Dominga, cuando me dijo esa madrugada que le dolía en el pecho. O cuando mi único hijo se vino de Maturín a vivir conmigo y se trajo a su perro para que no me sintiera solo, y una noche mientras calentaba el pan para cenar los tres, me pregunté por qué se tardaba tanto y escuché dos disparos cerca de la entrada del edificio. Luego sentí que arañaban la puerta y era Lobo, asustado, como queriéndome decir lo que segundos antes ese maldito presentimiento me lo advirtió y lo rechacé de plano.
Entonces, usted me pregunta que cómo hago cuando entro a esos apartamentos y yo le repito que cuando doy la vuelta a la cerradura, siento como escalofrío, como si ese lado que alguna vez estuvo habitado, pleno de risas y discusiones sobre béisbol, ahora me retiene con su mal aliento de soledad, como de quien se levanta y no se ha cepillado los dientes, y yo les grito que no desesperen, que esta pesadilla de Maduro es como en la canción de Héctor Lavoe, que nada dura para siempre; que algún día regresarán quienes poblaron los rincones con sus alegrías.
Ahora, cuando se ponen quejosos, cuando se aferran al pantalón y casi me cierran el paso y no me dejan salir, me les arrecho y les regaño. Les digo que se comporten. ¡Coño! Que aprendan a vivir en el vacío. Que tengan consideración conmigo que paso los días mirando la televisión o cocinando para el perro y para mí, o llenando el sudoku y que de noche me acuesto sin saber si será mi último inning.
Que me arropo hasta la cabeza y, antes de pensar otra vez en los buenos tiempos, volteo hacia el lado izquierdo de la cama y con ojos vidriosos le digo «buenas noches, Lobo», y mi compañero mueve la cola, no sé si de alegría o tal vez de agradecimiento.
Sin saber que para él también podría haber una mañana triste, porque yo, sin avisarle, me atreva a hacer las maletas y cuando suba a la cama para despertarme descubra que permanezco inmóvil pero ya me he marchado.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España