Buscando a mi maestro, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Volví a quedar huérfano aquel ocho de enero en el que mi maestro partió a la casa del Padre. Los internistas crecemos al lado de grandes maestros. Durante años, con afecto paternal y paciencia de alfarero, dedicaron el esfuerzo de sus vidas para hacer de cada uno de nosotros el mejor médico posible, con una fe en nuestras capacidades que sobrepasaba de lejos a la que podíamos tener nosotros mismos. “¡Usted puede, hijo, no lo dude nunca! ¡Usted sí puede!”. ¡Pobre del internista que no lleve marcada en el alma, como yo, la impronta de sus maestros!
Así eran las arengas que a residentes e internos de sala, allá en mi siempre recordado Hospital Vargas, dirigía mi maestro, el profesor Carlos Alberto Moros Ghersi, cuando el ánimo juvenil decaía ante la contemplación de la empinada montaña que es la medicina y que siempre nos parecía superior a nuestras fuerzas. Enfrentados al caso más difícil y al diagnóstico más elusivo, el maestro Moros Ghersi sabía hacerse presente con el consejo, la orientación oportuna y la palabra de aliento necesaria para sacar a relucir nuestras capacidades.
De mi maestro yo aprendí tres de las cosas que me constituyen como médico y hombre: aprendí a diagnosticar, a prescribir y a nunca cejar en la lucha por las grandes causas de Venezuela.
Mi memoria vuela a una mañana de 1984, en la sala 4 del viejo hospital de San José, cuando el maestro Moros Ghersi se reincorporó a su antigua cátedra de clínica médica tras haber servido por largos años como decano de la Facultad de Medicina y rector de la Universidad Central.
Poniéndose a la cabeza de la revista médica, nos condujo hasta la cama que ocupaba una mujer muy enferma admitida la noche antes. Demacrada y pálida, aquella pobrecita había peregrinado por varios hospitales sin que nadie diera con su diagnóstico. El maestro se le aproximó, la interrogó y examinó con la minuciosa técnica semiológica que sus alumnos siempre le admiramos. Tras concluir, mirándola a los ojos, le dijo: “señora, nosotros no sabemos aun lo que usted tiene, pero – dijo dirigiéndose a la grey de profesores especialistas adjuntos, de residentes y de internos presentes – toda esta gente que usted ve aquí se va a poner a estudiar ya mismo su caso para saberlo y poder ayudarla”.
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¿Había faltado a la verdad mi maestro, apelando a una mentirilla blanca dirigida a proveer de algún consuelo a aquella infortunada mujer? En absoluto; muy por el contrario, mi maestro había abierto para la infeliz paciente, física y emocionalmente exhausta como estaba, una ventana hacia la esperanza. El rostro de la enferma se iluminó de un modo que todavía hoy recuerdo, al punto de que esa misma mañana decidí que aquello era lo que yo quería hacer el resto de mi vida. Es ahora cuando, puesto al frente de mi propia revista médica de sala y acompañado por mis propios internos y residentes, mejor comprendo y valoro la inmensidad del magisterio del profesor Moros Ghersi.
Y de allí también que, cuando la duda y el desánimo aprietan, en lo más hondo del corazón sienta la necesidad de salir al encuentro de su memoria buscando, como en aquellos años, claves que me guíen ante la incertidumbre.
“¿Dónde estás, maestro mío –me pregunto a veces– ahora que en el cielo venezolano ya no vemos la luz de otros tiempos? ¿Cómo evocarte en medio de este horror, maestro bueno?”
Entonces salgo a recorrer los lugares que amó y en los que dejó todo aquello a lo que entregó su vida: en la luz rosácea que irrumpe al amanecer por las ventanas ojivas del viejo Hospital Vargas o que, azulada en su paso a través del vitral de Léger, recibe a los estudiantes que van a leer a la biblioteca de la Universidad. Como lo busco también en el brillo broncíneo del “Pastor” de Jean Arp, entre los muchachos entusiastas que comparten canciones y libros sentados en corro a los pies del “Amphion” de Henri Laurens, en la visión de la “Maternidad” de Baltasar Lobo desde la lejanía en la Tierra de Nadie, a la sombra de las cariátides del Capitolio donde tantas veces elevó su voz en el que fuera el Parlamento o en medio de las neblinas que envuelven las noches frías de Los Teques, donde nació. Allí permanece viva la memoria de mi maestro. Así lo siento.
Un estudiante me aborda preguntándome algo sobre los soplos en la arteria carótida y otro sobre las indicaciones de cierto antibiótico. Más temprano, alguno me inquirió sobre “el alemán ese, profe, el que decía que en el cielo estaban las estrellas y que dentro de él la ley moral. ¿Cómo dijo que se llamaba, profe?” Es difícil tener siempre a mano la respuesta precisa que demandan estas inteligencias, estos talentos jóvenes que luchan por elevarse en medio de la oscuridad venezolana de estos tiempos. ¿Dónde conseguiré el ímpetu que me eleve a la altura sus espíritus? ¿Dónde sino en el legado de mi maestro, en la huella que trazó, en la herencia de bien que a cada uno de sus alumnos nos legó?
No fue entre lápidas donde pude por fin reencontrarme con la memoria de mi maestro, sino en plena mañana de tesistas, aquí en la Facultad. Los optantes a grado disertaban, cada uno ante sus jurados, en la más noble de todas las confrontaciones, la única en la que nadie es vencido porque la que triunfa es la verdad. Aquí sigue vivo como nunca el magisterio de mi maestro, el rector Carlos Alberto Moros Ghersi, cuya memoria límpida de médico, de académico y de venezolano integro venero con gratitud de hijo.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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