Buscando al Mago de Oz, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
“But Oz never did give nothing to the Tin Man
That he didn’t, didn’t already have”
(“Pero Oz nunca le dio nada al Hombre de Hojalata
Nada que él no tuviera ya)
America. Tin man (1974)
La guerra por los símbolos es decidida. La «intelligentsia» del régimen – que la tiene- lo sabe y se prepara para darla. Puede que sufran reveses que rayen en lo ridículo, como el de las recientes elecciones de representantes de los egresados a los órganos de cogobierno en la UCV en las que se dio el caso de un candidato «opositor» tan malo que obtuvo cero votos: ¡ni siquiera votó por él mismo! Pero eso no hará mella en un plan detalladamente urdido que aspira a vaciar de su contenido original a los hitos y a la simbología más esencial del venezolano para sustituirlos por otra.
En absoluto se trata de una operación menor, al contrario: el hombre responde a símbolos y el control sobre estos es esencial cuando de instalar una hegemonía se trata. Lo supieron Hitler y Stalin, Franco y Mussolini como también Chávez y Castro, personajes todos caracterizados por nunca haber jugado precisamente «a los carritos».
El chavismo ha avanzado no poco en esto. A los cambios introducidos en los diseños de la bandera nacional y el escudo de armas de la República, este último en acatamiento a algún arrebato infantil, se sumaron los de las denominaciones de estados, plazas, parques y autopistas que de la noche a la mañana aparecieron con otros nombres. Así, por ejemplo, el del gran José María Vargas desapareció del estado que lo llevaba, la histórica Plaza Sucre de mi natal Maracaibo un día amaneció llamándose Ali Primera como «Waraira Repano» el Ávila cantado por los versos de Pérez Bonalde y pintado mil veces por el pincel de Manuel Cabré. Operaciones todas en absoluto inocentes: son «paradas» bien pensadas que buscan promover una nueva subjetividad revolucionaria distinta de la «burguesa», incompatible con el programa político del nuevo hegemón.
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La iconoclastia es una práctica muy propia de las izquierdas, siempre necesitadas de implantar nuevas religiones seculares que sustituyan – se diría en jerga marxista– a la de la vieja superestructura capitalista. Lo hemos visto recientemente hasta en Estados Unidos, donde no se salvó ni el venerable Fray Junípero Serra, el franciscano mallorquín que fundara a la hoy riquísima California y cuyo bronce, erigido hace muchos años a su memoria, rodó por los suelos en pleno aquelarre «progre». Escena similar vimos aquí en Venezuela hace algunos años, cuando el Cristóbal Colón de Rafael de la Cova, emplazado desde que yo recuerde en el paseo que llevara el mismo nombre, fuera derribado en medio de un brote psicótico colectivo encabezado por pretendidos intelectuales del chavismo de quienes nunca supimos más. Como tampoco supimos del estado y actual paradero de la mencionada escultura, que terminó siendo sustituida por otra en la que se pretende representar a un aguerrido guerrero caribe, pero que en realidad recuerda más a un infortunado paciente llegando de madrugada a la Emergencia aquejado por un cólico nefrítico.
Y así por el estilo. Progresivamente nos hemos ido llenando de bustos a la memoria de «joyitas» como Tirofijo o Ernesto Guevara, de ídolos persas en yeso para agradar a los socios iraníes, de extraños ovillos de acero, tirabuzones metálicos que recuerdan al Ascaris lumbricoides y goterones de aluminio que poco pueden significar para el caraqueño de todos los días.
Pero ciertamente nada ha resultado más hilarante que el inmenso hombre de hojalata que desde hace unos días se planta en medio de la autopista que los transeúntes insistimos en seguir llamando Francisco Fajardo. Extraño el monigote, además de esencialmente feo. Acúmulo de latón forjado con la imposible finalidad de dar forma a una figura humana que termina recordándonos no tanto a un recio indio caraca como al triste muñecote metálico del Mago de Oz.
Para en el olvido quedaron el trazo poderoso de Centeno Vallenilla y sus titánicos caciques y las cuidadas formas viriles del Tiuna con el que Alejandro Colina honrara a la bravía raza caribe que pobló estas tierras en otros tiempos. A cambio, la revolución emplaza en pleno valle de los indios caracas un maniquí de hojalata carente de corazón, como aquel de la vieja película de Victor Fleming de 1939.
No abundo en detalles como el de las palmeras de las que brotan cocos de cristal o el del gato de cemento que tanto me recuerda a las atracciones de la Bimbolandia de mi infancia; antes bien, destaco el absoluto desprecio que la nueva estética chavista lanza sin tregua sobre todo lo que de memorable quede en Venezuela.
Habiéndonos quitado todo, la revolución viene ahora por nuestra historia, exanguinándonos como sociedad para inyectarnos la linfa artificial de una visión de nosotros mismos que resulte más funcional al régimen.
De allí entonces que en estos tiempos de auspiciada desmemoria quiera yo reivindicar, al menos, la historia propia: la de un oriundo de la Maracaibo fundada en 1529 por alemanes, a quienes no se les ocurrió cosa más graciosa que llamarla Nueva Núremberg. Villa natal la mía, titulada como «muy noble y leal», que permaneció fiel a la causa de Fernando hasta el fin y en uno de cuyos hospitales, adscritos a la sanidad pública decretada por López Contreras en 1936, vine al mundo.
Un venezolano vacunado de niño por las higienistas escolares de la democracia que con 10 años se aquerenció en la Baruta fundada como puebla de indios en 1568 por Alonso Andrea de Ledesma, el hidalgo de estampa quijotesca que fuera el primero en defender a la Caracas consagrada a Santiago Matamoros y a la Inmaculada Concepción.
Eso soy: un tipo que estudió en su universidad, creada Real y Pontificia por Felipe V en Lerma hace tres siglos, que se hizo médico en las salas de su viejo hospital postguzmancista – el Vargas– y que ahora, en otro, mandado a construir Pérez Jiménez –el Universitario–, lucha con sus alumnos por asistir a decenas de compatriotas enfermos a los que la revolución abandonó a su suerte. De allí vengo.
Venezolano que reivindica lo que es, eso soy. Otro a quien nada dicen los pretendidos «hombres nuevos» con los que el chavismo anhela colonizar un país al que siete millones de sus hijos dejaron atrás. «Hombres nuevos» hechos todos de hojalata, como el de la autopista. Androides como el de la balada del grupo América de 1974; patéticos muñecotes a los que nunca nadie podría ponerles un corazón, ni siquiera el prodigioso Mago de Oz. Por ahí debe andar más de uno buscándolo.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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