Cambio de piel, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
A decir verdad, no estoy muy seguro. ¿Cómo saberlo? Me oriento por instintos que vamos macerando con las horas. Aún así el enigma no deja de inquietarme o resultarme atractivo. Detrás de la calle donde resido, exactamente a espalda del edificio donde vivimos alquilados desde hace tres años, se destaca una casa grande pero antigua que fue restaurada el verano pasado y convertida en una glamorosa mansión que no deja de atraer a los vecinos. Con este tema de la crisis de los precios de la vivienda, Barcelona también está pagando caro la creciente desconfianza de quienes se aventuran a comprar inmuebles, de modo que no resulta común que alguien se interese en adquirir una vivienda o, en todo caso, reconstruirla para la venta pero tampoco es imposible que ocurra.
Sea lo que fuere el vetusto caserón transformado en una mansión que domina la esquina nunca me llamó la atención hasta la tarde en que, caminando hacia el supermercado, se abrieron las puertas metálicas y una chica que mi GPS tricolor asoció con la tipología venezolana, puso a volar mi imaginación y me llevó a incursionar en un misterio, si acaso lo hay.
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Recuerdo que cruzó, más bien dejó resbalar, su mirada hacia mí, y apuesto también que, igual que yo, se preguntó “¿dónde he visto a este tipo?”. Por suerte, no soy hombre público. No lo fui en mi ciudad y mucho menos voy a serlo en esta urbe cosmopolita donde confluyen tanta gente de diversas nacionalidades, culturas y acentos.
Nada pasó luego. Aplacé lo que llamamos morbo periodístico para otro día cuando no tuviera asuntos pendientes que nunca dejan tranquilos a quienes salen de su país por ambición personal, cansancio de vivir sin esperanzas o por motivos de acoso político. Con ello quiero decir que no me interesé más por la casa amurallada de la esquina ni por quienes la ocupan hasta ayer cuando, bajando por la acera que va de la estación de metro a mi casa observé que en esta ocasión quien abría los portones no era la chica, sino un hombre delgado, cuarentón, cabello entrecano y ese aire insolente de esos que alguna vez ejercieron un poder público y ahora le sobra la plata para disfrutarla.
Igual que la citada chica al sujeto le relucía su ADN criollo. A partir de aquí pensarán que fantaseo, que ando cazando chavistas para organizar escraches pero ese carajo que me retó con la mirada, tipo “¿qué pasa contigo?” encendió las alarmas. El hombre parecía ser consciente de que estábamos entre venezolanos y –paranoia aparte– uno de los dos estaba a punto de develar el secreto del otro. «Este pasó por Conatel», me dije con improbable certeza porque tal afirmación requiere ser confirmada en los archivos de las viejas noticias.
Guiado por una corazonada lo ubiqué en los días en que el gobierno de Nicolás Maduro le dio por amenazar (y cumplir sus amenazas) de clausurar emisoras de radio y televisión que informaran abiertamente sobre la corrupción de los ministros o personajes afines al oficialismo.
Cómo decirlo, el hombre tenía el zumbao de barrio, cierto malandreo adherido a la piel, que revelan algunos dirigentes del PSUV cuando juegan al decente. En su caso, se delató con la mirada desafiante y la velocidad con la que abrió el portón de la casa, entró rápido con su 4×4 four runner negra, como lo aconseja la técnica de supervivencia adquirida en un país como Venezuela donde un descuido se paga con un disparo. Sí, estoy casi seguro que este sujeto formó parte del equipo inicial de William Castillo, al frente de Conatel, me dije. Si busco en la hemeroteca seguro que lo hallaré en dos o tres declaraciones a los medios oficialistas y algunas apariciones en VTV. Pero, como ha pasado en la vorágine de los gobiernos chavistas, eso que llaman las puertas giratorias hacen posible que quien hace poco ostentaba un alto cargo en un ministerio, hoy ya no figura en la lista oficial y nada extraño sería que cualquiera se lo topara en una esquina de Madrid o haciendo cola con los turistas para subirse a la torre Eiffel o campaneando un whisky en la piscina de un crucero que recorre el Mediterráneo.
Hoy son ministros, militares o lo que sea, con ostentoso poder pero mañana desaparecen sin dejar rastros. Así de simple. Pasa con los generales, exministros, bolichicos y viejos diputados: un día clausuran comercios acompañados por la Guardia Nacional y acosan a dirigentes de la oposición pero, tras un parpadeo, lo ves abriendo el portón de hierro de una mansión comprada seguramente con dinero obtenido por sus servicios prestados, disfrutando de la buena vida, recostado en su cama, con toda la comodidad que le brinda el primer mundo, paseándose por las redes sociales, sin importarle la suerte de un niño esté a punto de morir porque el hospital no dispone de los recursos para realizarle un trasplante de médula. Ese es el problema de la justicia: adonde quiera que vayamos con ella siempre llegamos demasiado tarde.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España