Caminata nocturna, por Marcial Fonseca
Tan pronto llegó su reemplazo, partió para su casa; ya en la parada final del autobús le quedaban apenas cuatrocientos metros de caminata. No había luna y por ello la noche estaba muy oscura. De cada vivienda salía el leve resplandor de alguna bombilla solitaria; pero en la calle, aparte de que no había nadie, la soledad daba frio. Estaba hastiado del trabajo; la labor era sencilla y estaba muy bien remunerada: cuidador de una señora en sus setenta con incapacidad física. Creía que el salario no compensaba lo estresante de llevarla al baño, hacerle la comida y los más fastidioso, mantener conversaciones con ella; esto último exigía una gran concentración y mucho esfuerzo de su parte: sobre todo buscar tópicos de conversación porque la viejita era muy conservadora.
A pesar de la noche, disfrutaba el regreso a su casa. De una esquina salió una mujer; la sorpresa, casi rayana en susto, fue grande; pero rápidamente se recompuso cuando ella le dirigió la palabra:
—Buenas noches, no pensé en conseguirme a alguien por aquí, me sorprendió usted —dijo la mujer riéndose y él la sintió bien calmada.
—Perdone señora, vengo de mi trabajo y venía distraído.
—Yo voy a la farmacia que queda al final de la avenida, la única de turno.
—Mi casa queda cerca, entonces la acompaño si no le molesta
—Claro que no, caminemos.
Rápidamente la conversación decayó y el silencio se estableció entre ellos. Al cruzar la iglesia, la mujer cambió de acera y de esa manera esquivó pasar al frente de la gruta de la virgen María; él se persignó, ella no hizo ningún gesto.
—Debe ser evangélica —pensó el hombre.
Al llegar al inicio de la avenida Once y después de que hubieron caminado tres esquinas, ella lo invitó a que se fueran por la calle paralela.
—A esta hora hay muchos borrachos por aquí —se justificó.
Él aceptó sin ningún problema; claramente no le molestaba pasar frente al cementerio; pero sintió cierta desazón cuando se dio cuenta de que pasarían por la puerta de campo del cementerio, que era la entrada directa al osario.
Cuando se acercaban, el hombre respiró profundo; y muy serena ella, a pocos metros de la puerta, le comentó:
—Esa es la morada eterna, vivo ahí, ¡jajaja! —él no sabía qué pensar; pero estaba seguro de que no le gustaba esa conversación.
Así que decidió tomar otra vía; y para despedirse de la mujer, que ya para él era un trasgo, le dijo:
—Por aquí llegaré más rápido a mi casa, buenas noches —y se fue por otra calle.
Caminó y en una esquina dobló y ya fuera de la vista de ella, empezó a correr hasta su hogar. Nadie le creería lo que le estaba pasando; aunque no sabía si el susto era porque era una mujer que desafiaba las noches.
*Lea También:Observando Caracas de Noche
Llegó a su casa, abrió la puerta y oyó, a pesar de la hora, que su madre conversaba con la vecina; esta le daba la espalda a la puerta de entrada, se volteó y le dijo:
—Hola otra vez, soy yo. Cuando te mostré la morada eterna era para que te quedaras conmigo.
Él cayó muerto, las dos mujeres se evanescieron y la madre, que ni siquiera se enteró de las visitas, dormía plácidamente en su habitación. Hoy no le tocaba morir.
Marcial Fonseca es ingeniero y escritor
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo