¿Cañones o mantequilla?, por Fernando Mires
Cuando Paul A. Samuelson formuló en su Economics el dilema de los cañones o la mantequilla, intentó matar tres pájaros de un tiro: mostrar el carácter opcional de la producción y del consumo, ilustrar su análisis de las ventajas comparativas y analizar el llamado coste (o riesgo) de oportunidad. Y aunque no fue ese el propósito explícito del Nobel, también sirve a las mil maravillas para explicar las decisiones que han de tomar los gobiernos en situaciones excepcionales como son las catástrofes naturales, las epidemias y las guerras.
Frente a situaciones excepcionales surgen los estados de excepción, obvio. La excepción consiste para el Estado en que de una u otra manera deberá adjudicarse roles o funciones que no les corresponde en periodos de normalidad.
El ejemplo más clásico es la guerra pues ahí el dilema cañones o mantequilla es más válido que nunca. Por algo durante una guerra se usa el término, “economía de guerra”.
Bajo estado de guerra suponemos que el Estado va a destinar más presupuestos a la producción de cañones que a la de mantequilla. Pero eso depende también de otros factores, entre ellos, de la duración de la guerra y de la disponibilidad del enemigo sobre mantequillas y cañones, por ejemplo.
En cualquiera de los casos, el dilema no lleva a establecer una dicotomía pues se supone que bajo un estado de guerra la gente necesita sobrevivir y, por lo mismo, no es militarmente estratégico suprimir la producción de alimentos. De tal manera que el dilema cañones o mantequilla es un problema de primacía y no de exclusión.
Una economía de guerra es una economía-límite. Haciendo una analogía podríamos también hablar de una “economía de pandemia”. La analogía es válida. Tanto en una guerra cono en una pandemia, los ciudadanos enfrentan a un enemigo común.
Pero en el caso de un enemigo pandémico, el problema es más grave. Ese enemigo es externo e interno a la vez. Y, por si fuera poco, en la lucha en contra del covid-19, no disponemos de armas (vacunas). Bajo estas condiciones se trata por ahora de salvar vidas, organizar una retirada y ocultarnos en lugares donde el enemigo tenga menos posibilidades de encontrarnos: en nuestras casas.
Y bien, eso es lo que estamos haciendo. Ralentizar el avance del enemigo, protegernos unos a otros, tomar medidas precautorias, lavarnos las manos como si fuéramos neuróticos, y sobre todo, no acercarnos demasiado al prójimo.
Naturalmente, para sobrevivir no es posible paralizar la economía. Pero tampoco podemos arriesgar vidas. Para vivir hay que comer, dice la economía. Para comer hay que vivir, responde la medicina. El problema es que las dos ciencias tienen razón. Por lo mismo, nunca se van a poner de acuerdo. De ahí que el problema reside en cómo lograr un equilibrio entre esas dos verdades, uno en donde una no excluya a la otra. Al llegar a ese punto es cuando requerimos de la mediación que solo la práctica política nos puede otorgar.
Por de pronto, la economía no ha sido paralizada en ningún país, ni aún en los más afectados por la pandemia. Pero hay ramas damnificadas, entre ellas la gastronomía, la prostitución, los grandes espectáculos de masas, todo lo que implique aglomeración o acercamiento humano.
Hay también otras que han sido beneficiadas: la producción de jabón y desinfectantes, por nombrar una. Otras – ya lo están haciendo – reorientan su producción. Pienso en las fábricas textiles que confeccionan tapabocas, en los restaurantes ambulantes, en lugares públicos de desinfección.
La capacidad para responder a las demandas del mercado es infinita, tanto en la paz como en la guerra, tanto en la salud como en la pandemia.
Y bien, todas esas formas económicas requieren de una instancia que las regule a fin de que no caigan en la anarquía total. Entonces es cuando decimos que ha llegado la hora de los Estados, de los gobiernos que los representan y, por cierto, de los políticos de profesión.
En contra de predicciones distópicas que nos anuncian el advenimiento de una era post-política, podemos entonces pensar lo contrario. Lejos de ser suprimida, la política comienza a ordenarse alrededor de un nuevo foco: el foco pandémico. Eso quiere decir, los políticos, sobre todo quienes ejercen tareas gubernamentales, serán puestos a prueba de acuerdo al comportamiento asumido durante el periodo del coronavirus.
Los estamos viendo. Hay los que ocultan datos y cifras. Pero hay otros que dicen la verdad sin vaselina. Hay quienes usan la tragedia con fines electorales. Pero hay otros que no vacilan en proponer medidas antipopulares, cuando estas son necesarias. Hay quienes evaden su responsabilidad culpando a otras naciones.
Pero otros saben que la salud de una nación depende de las demás y por eso tejen relaciones de cooperación internacional, más allá de doctrinas e ideologías.
Hay quienes niegan su apoyo a instituciones supranacionales. Pero otros saben que al mundo no lo vamos a cambiar durante la pandemia y debemos trabajar con las instituciones que tenemos, por precarias que sean. Hay quienes prometen obtener una “victoria total”. Pero hay otros que con objetividad nos informan que el bicho vino para quedarse y no nos queda sino aprender a vivir con su maldad.
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Hay quienes que desde el gobierno intentan utilizar la pandemia para aplastar a la oposición o también quienes desde la oposición intentan derribar gobiernos para lograr con un virus lo que no pueden o quieren lograr con votos. Pero hay otros que claman no por la imposible -ni deseable- unidad política, sino por una tregua que permita enfrentar al mismo enemigo de un modo relativamente coordinado. Hay quienes se ponen al servicio de los grandes consorcios y no vacilan en nombre de la razón económica exponer al peligro a multitudes. Pero hay otros que proponen abrir lentamente el comercio minorista si las cifras de contagiados comienzan a bajar.
Nadie pide producir más cañones que mantequilla o más mantequilla que cañones. Pero el dilema es parecido. ¿Construir más hoteles o más hospitales? ¿Invertir en la industria atómica o en investigaciones virológicas? ¿Favorecer la producción de bikinis o la de mascarillas?
De una manera u otra, covid-19 nos ha revelado un hecho. La llamada globalización no es totalmente global. Si bien las economías y la comunicación digital son globales, la política no lo es.
Los dilemas, sean los de mantequilla versus cañones, o los de comer para vivir o vivir para comer, han de ser resueltos dentro de la propia polis (los estados-nacionales) La política sigue y seguirá siendo local. Y quizás está bien que así sea.
Por lo demás, no todas las decisiones provienen de los políticos y de los gobiernos. Hay otras que surgen de la propia ciudadanía. Pongamos por ejemplo el uso de las mascarillas. En distintos países los científicos discuten acerca de su necesidad y los argumentos son buenos o malos en ambas partes. La mascarilla en verdad no asegura a nadie protección total contra el virus. Sin embargo, antes de que los científicos lleguen a una conclusión definitiva y los políticos la conviertan en norma o regla, la población de esos países está decidiéndose, en su gran mayoría, por el uso de las mascarillas.
Incluso los escépticos (me incluyo) hemos decidido usarlas cuando hacemos compras.
Hay quienes se anticipan a la oferta de los mercados y confeccionan sus propias mascarillas, unos con un simple trapo sobre la boca, los más avisados con telas densas y, si no tienen filtro, usando el de la aspiradora o el de la cafetera (hay algunos muy buenos) Ya hay metrópolis que parecen carnavales de mascarillas de todos los colores, de todas las modas, de todos los géneros; las hay incluso eróticas. La mascarilla ha llegado a ser el uniforme de los soldados de los ejércitos de liberación nacional en contra de la invasión del imperio viral.
En los mercados los enmascarados nos cruzamos con negros o blancos, con jóvenes o viejos, con progres o fachos. Algunos nos miramos de reojo como diciendo: somos del mismo lado, combatimos por la misma causa y en contra del mismo enemigo. De este modo los políticos de todas las latitudes se verán, quieran o no, obligados a decretar el uso de mascarillas donde todavía no está en vigencia. Aunque no sirvan para nada – lo sigo pensando así – cumplen un significado más simbólico que real. Y el humano es un animal simbólico.
¿Y si el dilema cañones o mantequilla es resuelto alguna vez a favor de los cañones? No hay problema. Como ya ha sucedido con las mascarillas, tarde o temprano aprenderemos a fabricar mantequilla casera. Y quizás de mejor calidad que la ofrecida en los mercados. Así somos, eso somos.