Caro amigo mío, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Desde la avenida Las Acacias, la vista nocturna sobre el boulevard de Sabana Grande era magnífica. En las noches de viernes brillaban las luces por doquier, con el gentío desbordando la calzada en medio del ruido, las risas y los tropeles de parejas tomadas de la mano esquivando a su paso los automóviles que pacientemente intentaban cruzarlo de norte a sur, resignados sus conductores a someterse, al menos por esa vez, a la implacable ley del peatón. Sabana Grande –escribió una vez el recordado Fausto Masó evocando a Hemingway– solía ser entonces una fiesta. De todo eso hace mucho tiempo. Aquella Caracas ya no existe.
Ocurrió algunas cuadras más allá del icónico edificio Los Andes, en la torre que terminó sirviendo de sede a la policía política. Los acabados de metal y concreto de la fachada conferían a aquel edificio, originalmente diseñado para oficinas, un aspecto verdaderamente siniestro. Hombres de negro portando armas largas se pasean permanentemente por su frente manteniendo a raya a los vendedores de cigarrillos y buhonerías que pululan por los alrededores. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurre en su interior. «La Tumba», así lo llaman. Se habla de sus mazmorras de paredes blancas, gélidas, sin ventanas ni muebles, en las que nunca se apagan las luces, la Lubianka caraqueña en la que entraste una tarde de octubre, la última que se te vio con vida. Recién habías cumplido años.
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«Tráeme un kilo de algo». Ninguno de tus amigos pudo jamás librarse de tus inexorables solicitudes de viandas y verduras con las que nos asediabas durante la semana previa a esos domingos en los que te ponías a cocer aquellas inmensas pailas de sopa con la que aliviabas en algo el tormento del hambre de los pobres infelices que formaban fila a las puertas de la parroquia universitaria. En uno de esos días pasé a verte. Llevaba conmigo un kilo de papas y otro más de ese «mézclum» de vegetales que en la Maracaibo de mis padres llamaban «recado de olla». No estabas. Me dijeron que andabas por Nueva York «en gira política». Fue también la última.
Un poco más al oeste de la esquina donde vocean cigarrillos y buhonería está el sitio en el que quedaste tendido. Tuvimos que velarte con el féretro cerrado, tu cuerpo estaba destrozado. «Se suicidó», dijo el parte oficial. Mentira. Querían matarte no una, sino dos veces. Te descolgaron desde la ventana de alguna sala de interrogatorio en el último piso de esta inmensa torre gris que ahora mismo tengo enfrente.
El asfalto caliente cubierto de basura y de escupitajos paró de golpe tu caída. Justo aquí te recogieron: un magma informe de carnes y de sangre tendido ante la mirada atónita de los viandantes, con el coro de pregoneros voceando cedés piratas y baratijas «todo a mil» de fondo, en plena acera. Aquí quedaste. «Mataron a Fernando Albán». La noticia corrió de medio en medio, por las redes sociales y las estaciones de radio. Alineé enseguida con los que no daban crédito a aquello, mientras otros más corrían a agolparse a las puertas de la morgue: «¿dónde está Fernando Albán?», interpelaban a los oficiales en la puerta. «Entréguennos su cuerpo». Pasaron dos días, tres, hasta que finalmente vimos aparecer aquel tosco ataúd. Era todo lo que había quedado de ti.
A un año más de aquello he vuelto a pasar frente al edificio de fachada gris al que te trajeron un día. Los gritos de la buhonería de cigarrillos, cedés y teléfonos de alquiler han dado paso a todo un mercadillo que los guardias mantienen a raya ostentando sus lúgubres fusiles de asalto. De pronto ha comenzado a llover. Los vendedores ambulantes recogen de prisa sus muestrarios desapareciendo por la boca del metro, mientras los guardias se refugian en los aleros del edificio.
La lluvia lava la mugre de la calle como lavara entonces la sangre y los despojos de tu cuerpo que se impregnaron en este mismo asfalto sucio. La gente corre y salta los charcos que los drenajes obstruidos por la basura pronto convierten en raudales, mientras yo permanezco anclado en el mismo sitio, mojado y con el agua hasta los tobillos. Es tu recuerdo el que me impide moverme.
Suenan truenos. En el cielo se levanta un manto de inmensas nubes oscuras. Los carros dejan a su paso estelas en vía, como si fuera un canal. Aquí mismo, como las aguas pluviales en esta tarde fría, corrió tu sangre un día, Fernando; sangre de un Abel derramada impunemente, mientras en los más altos foros mundiales en materia de derechos humanos sigue resonando una y otra vez tu nombre, caro amigo, sin que se te haga justicia.
He vuelto a este sitio de dolor para evocarte con la gratitud que habría querido expresarte en vida. ¡Gracias por siempre, caro amigo mío! ¡Gracias por enseñarme a la Venezuela profunda que los políticos de paltó, corbata y «tuiter» que tanto abundan, esos que dirimen sus miserias en interminables desayunos en el este de Caracas, ni siquiera intuyen! ¡Gracias por tu impecable testimonio de luchador social comprometido, tan distante de esos contubernios de «operadores» que jamás han sabido cómo es que un venezolano allende Las Mercedes sufre y hasta muere para procurarles el pan a sus hijos!
¡Gracias por haberme demostrado con tu ejemplo que la política no es transa, sino servicio! Por las cachapas en pleno llano y las tardes llenas sol recorriendo los pueblos de Margarita, por las montañas de Trujillo, la vista de Puerto Ordaz desde San Félix y el regalo del ocaso cruzando el puente sobre el Lago rumbo a mi Maracaibo natal, hermanados en la forja del sueño de un país redimido que no alcanzarás a ver, ¡gracias, Fernando!
¡Que Dios te pague por tanto, caro amigo mío! Porque con ello me regalaste la más perfecta visión de la Venezuela que habremos de reconstruir desde sus escombros algún día, así ya estemos exhaustos, viejos y rotos.
En el Cielo estarás. Desde allá, bendícenos.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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