Carolina con una estrella en la frente Aquiles, por Carolina Espada
Esa fue la dedicatoria que me escribió Aquiles Nazoa en mi cuaderno de primer grado. Había ido a mi colegio para hablar de cosas muy interesantes como a dónde se va la luz cuando se apaga el bombillo, por qué el pez volador puede volar, qué le pasa a un camarón cuando se duerme y por qué cuando un burro rebuzna parece que estuviera suspirando.
“¿Quién tiene la estrella en la frente, mamá, Aquiles o yo?”.
Un mes más tarde mi mamá se lo contó el día en que lo fuimos a conocer a su casa en Vista Alegre.
“¿Qué le parece, señor Nazoa, la pregunta de Carolina?”.
Y Aquiles me vio como si fuera un filósofo griego mirando a un colega suyo en el ágora de Atenas. Allí mismo nació nuestra amistad.
Aquiles le puso unos sombreros con flores de tela a mi mamá, a mi madrina y a María, su esposa amada, y las señoras se quedaron en la sala haciendo la visita. A mí me llevó para su “cueva”, el lugar en dónde escribía. A mis seis años recién cumplidos, eso fue como entrar en el huevo de un avestruz, no había paredes, todo era ovalado. Como si estuvieran suspendidos en el espacio, allí había muñecos de trapo, papagayos, avioncitos y barquitos de papel, dibujos de colores, varios caleidoscopios, una bolsita de metras y otra de yaquis, monedas de chocolate, una foto del Ratón Pérez, libros y más libros, papeles amarillos y unos patines. “¡Debe ser multimillonario!” pensé, pues nunca había visto tantos tesoros juntos.
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Le conté que siempre lo veía en “Las cosas más sencillas”, en el canal 5, pero que al final siempre me quedaba dormida porque era muy tarde.
“Entonces me llamas y yo te cuento cómo terminé el programa”.
Y así comencé a hacerlo y Aquiles me contaba con detalle qué había pasado con la manzana de la discordia, el juicio de Paris y el triunfo de Afrodita, y que si Hera y Palas Atenea se habían quedado muy enfurruñadas, porque esas diosas tenían muy mal carácter. Y que otro día me contaba todo sobre Helena de Troya (bellísima esa muchacha, por cierto), y una guerra ahí y un soldado que se llamaba como él y un tal señor Odiseo -hombre muy astuto-, ¡y que no se le olvidara Homero, que era un poeta!
Una tarde cualquiera, que se convirtió en única y luminosa, él fue quien me llamó y me leyó un poema que me había escrito. “Carolina en el jardín”, el más precioso regalo para una niña feliz que aún no había cumplido los siete años. ¿Sabían que Aquiles sonaba a papelón, anís, jengibre y queso blanco ralladito? Una golosina criolla que muchos llaman alfondoque; otros, “dulce de pobre”; y yo, “la voz más sencilla”, porque para mí, “sencillo” era maravilloso.
Y allí estaba él del otro lado del teléfono, que ya no era un teléfono. Eso se había convertido en dos vasitos de papel con un pabilo, pero en vez de pabilo era un hilo de plata. Así es como se comunican los poetas con los niños.
“La señorita Carolina
salió hoy domingo a pasear
por un jardín de flores francesas
donde vive el señor Renoir
La señorita Carolina
levemente vitral y Miss amor
anda vestida de jazmines
y remembranzas de jabón de olor
Y va del brazo de este domingo
aquí un color y una música allá
despertando súbitas mariposas
unas de sombra y otras de luz al pasar
La señorita Carolina
muy pamela y ajuar floricultor
va dentro de una jaula de violetas
señorita de cuadro bajo su quitasol
La señorita Carolina Espada
ilustra como a un libro de estampas el jardín
junto a los abedules es dorada
y bajo la cenefa de las rosas, carmín
Y cuando el varillaje de los árboles
anega sus cabellos de luz dominical
de las pestañas de Carolina
sale volando un pajarito de cristal”.
Dicen que murió un 25 de abril. Yo no lo creo, porque ese día no aparece en mi calendario.
Mi Ávila no llora, Aquiles, aunque a veces llueve en la ciudad.
Escritora