Caso Lanz: Podredumbre aguas abajo…, por Gregorio Salazar
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Carlos Lanz Rodríguez y Mayi Cumare eran una pareja de indudable abolengo revolucionario. Él por su prontuario subversivo desde los años 60, con una intrépida saga que incluía asaltos a mano armada, un alternar de carcelazos y reincidencias hasta llegar al gran golpe del secuestro del industrial norteamericano William Frank Niehus en 1976.
La señora Cumare, sociólogo como su esposo, vivió treinta años a su lado y los últimos veintidós bajo la sombra protectora de la antigua hoja de servicios de sedición y violencia de Lanz, la misma que le permitió a ambos, ya reivindicados en tiempos de revolución «bolivariana», ser resarcidos con sus respectivas cuotas de poder en dependencias del Estado.
Para la pareja, tal como para otros militantes del fracaso subversivo de los 60, la llegada de Chávez al poder significó alcanzar el Nirvana. Lanz Rodríguez se vio catapultado a la presidencia de Aluminio del Caroní (2005-2007), una de las tres grandes fábricas de producción de aluminio que llegaron a su extinción durante este período. Debe ser el único caso del mundo en que una factoría de ese rubro y de tales dimensiones tuvo en su conducción a un sociólogo. Cosas de la demencia ideológica.
Mayi Cumare tuvo una cuota burocrática más reducida, pero sí jugosa. Se le dio la Dirección del Instituto de Capacitación de Educación Socialista (INCES) del Estado Aragua. Llevaba allí el tiempo suficiente como para que a la fecha poseyera varios apartamentos, una casa de playa en Tucacas, una hacienda de 8 mil hectáreas y hasta para pagar 8 mil dólares a los sicarios del hombre cuyas hazañas tanto ponderó en el pasado. Previsiva, Cumare tenía todo a nombre de un testaferro, otro de los homicidas.
El matrimonio vivió estos años de desenfreno revolucionario sin problemas, al menos económicos, pero puertas adentro todo se había convertido en un infierno por las aventuras amorosas de Mayi, quien además creó alrededor de ellas un entramado de corrupción valida de su cargo en la administración pública. Las comisiones en las compras para el instituto eran repartidas entre ella y sus amantes, uno de los cuales buscó a los sicarios, se convirtió él mismo en verdugo de Lanz, y ahora en el gran delator.
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Las aventuras de Cumare se volvieron tan impúdicas que, según el fiscal general, la doméstica y la primera familia de Lanz estaban al tanto de ellas. Difícilmente Lanz, mente guerrillera aguda y perspicaz, experto en inteligencia y contrainteligencia, estuviera al margen. Por allí estallaron las peleas que llevaron a las amenazas de denuncia de corrupción y que convirtieron a Lanz en el gran estorbo y riesgo de cárcel inminente para su mujer. Ya no tendría garantizada la impunidad ni el disfrute del fruto de la corrupción y que garantizó por todo este tiempo la holgura económica de la pareja.
Es que el tiempo pasa, el poder empalaga, aquellos viejos principios marxistas se disuelven en el confort burgués y terminan difuminándose en la memoria: “…el fetichismo de la mercancía enajena la capacidad creadora y de realización de las personas, donde el dinero operando como un fetiche sustituye las cualidades esenciales del ser humano”.
La versión oficial de este caso de final macabro, como de un clásico film sobre mafias, donde el Fiscal se exhibe como todo un Sherlock Holmes y se arroga todo el protagonismo, oculta algunos aspectos destacables: la corrupción de la señora Cumare contó con la vista gorda de su esposo como de los niveles oficiales, ya fueran regionales o nacionales.
Y es justamente esta forma de tomar el Estado venezolano como un botín de guerra es la que ha permitido el saqueo de los recursos del país y su dolorosa ruina. Este caso, como es público y notorio, no es la excepción sino la regla.
La corrupción, de cuyo combate hizo Lanz su causa de vida guerrillera, le arrebató todo, hasta la existencia, pero no en la forma heroica que él alguna vez idealizó. Simbólico que su sicario Glen Castellanos, antes de que el cadáver del viejo ex guerrillero fuera masacrado a golpe de machete y cuchillo para luego ser lanzado a una piara de cerdos, se inclinara sobre su cadáver para desprender de su camisa un souvenir del cual Lanz no se separaba: una réplica, una espadita de Bolívar entregada por Chávez. Su asesino dijo que la había tomado “como un trofeo de guerra…”.
Gregorio Salazar es periodista. Exsecretario general del SNTP.
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