Censurado, por Teodoro Petkoff
La discusión de una ley sobre la responsabilidad social de los medios radioeléctricos tropieza en este particular momento de la vida nacional con un obstáculo que la falsea completamente. El debate parlamentario se ha planteado dentro del contexto de una situación política dominada por la clara pretensión autoritaria del chavismo de asfixiar los ámbitos donde se ejerce la protesta pública, la crítica y la oposición. La iniciativa gubernamental, so capa de la defensa de la salud social, apenas si disfraza la intención de crear una normativa superpunitiva que dé al gobierno los mecanismos “legales” que le permitan, aunque explícitamente no se presente así, incidir sobre el ejercicio de la libertad de expresión, en lo atinente a la opinión
Lástima, porque la discusión sobre el rol social de la TV está pendiente desde hace años en este país. Nunca fue posible porque la actitud permanente de los dueños de los principales medios de comunicación ha sido la de bloquear el debate sobre el asunto, pretextando la defensa de la libertad de expresión —y, en definitiva, de la libertad a secas—, pero sin que haya sido muy difícil percibir el peso subyacente de crudos intereses comerciales y mercantiles, y de inaceptables privilegios y posiciones de poder.
No está de más recordar, a propósito de lo último, cuál fue la suerte corrida por el proyecto de Reforma Constitucional presentado por la comisión presidida por Caldera en 1992. Apenas en el Congreso se llegó al artículo sobre la libertad de expresión, la presencia en este de los conceptos “información veraz” y “derecho de réplica” desató una campaña en contra tan brutal, por parte de los principales medios, que no sólo ese artículo salió del debate sino que todo el proyecto de reforma constitucional fue engavetado. La sumisión de los partidos políticos y de buena parte de sus figuras ante el poder mediático tuvo en aquel momento una vergonzosa expresión.
Discutir sobre la TV, y su rol en la sociedad, no es impertinente. Pesa demasiado en la vida social, influye mucho en la conciencia y en la conducta colectiva como para que los grupos que la controlan disfruten de una suerte de fuero que no tiene ninguna otra institución en un país democrático. Ese enorme poder no puede estar, a diferencia de los demás, al margen de toda supervisión social. Mucho menos puede aceptarse la falacia de que “el mercado” y la “soberanía del consumidor” la garantizan.
Hemos dicho, por cierto y vale la pena subrayarlo, supervisión de la sociedad, no sólo del Estado y mucho menos de los intereses políticos contingentes. Este proyecto de Ley es, ante todo, un monumento a la hipocresía. Aparentemente dirigido a velar por los contenidos no explícitamente políticos en la programación de los canales de TV –mediante una clasificación barroca y absurda de esta—, en verdad apunta hacia lo político. Prevé sanciones pecuniarias tan desproporcionadas por violación de las normas sobre sexo o violencia, que la sola amenaza de aquellas puede operar, en las presentes condiciones, como un poderoso factor de inducción de actitudes “políticamente correctas”. Alegar, por ejemplo, por parte del gobierno, violaciones a cualquiera de las normas, deliberadamente difusas y confusas, y tan pesadamente castigadas, sobre contenidos de sexo o violencia, es tan fácil que basta con ello para crear un mecanismo de censura política y, lo que es peor, de autocensura. Este es el verdadero filo de la ley y no el de la preocupación por la salud mental de los venezolanos. Seguiremos con el tema.